domingo, 13 de marzo de 2011

LA GUERRA DEL PELOPONESO


Fue el historiador Tucídides, el gran narrador del conflicto bélico que enfrentó a Esparta y Atenas por espacio de treinta años, conmocionando a todo el mundo griego, quien lo denominó la Guerra del Peloponeso. Es de suponer que tendría sus fundados motivos. Sin embargo, los dos mil cuatrocientos años transcurridos desde esa confrontación deberían haber tentado a algún historiador a fundamentar que tal vez el nombre con el que se conoce esa contienda, en sí mismo no recoge ni abarca toda la enorme dimensión de esta guerra. Basta una simple ojeada de los acontecimientos para comprobar que la magnitud de la lucha sobrepaso ampliamente todo los limites que parece establecer el nombre que se le ha asignado a este periodo bélico: “Guerra del Peloponeso”.


EL Peloponeso es un territorio que da nombre a la península situada en la Grecia meridional y es bañada por el mar Jónico y el mar Egeo.
EL PELOPONESO
En esta amplia región montañosa se extendía todo el poder hegemónico de los lacedemonios. Laconia era el territorio por excelencia de Esparta, pero su dominio e influencia abarcaba todo el Peloponeso. Por lo tanto, la importancia de esta parte de la antigua Grecia es de sobras conocida. Sin embargo, en la guerra que enfrento a Esparta y Atenas su significación, dentro de la contienda, no excedió al de otros territorios; incluso, posiblemente, en otros escenarios inmersos en esta larga guerra, se libraran batallas o se promovieran campañas mucho más decisivas para inclinar el litigio a favor de uno de los contrincantes.

En definitiva, la Guerra del Peloponeso no se desplegó a lo largo y ancho de esta región. Los griegos no dirimieron las diferencias políticas, hegemónicas y económicas que los separaba en la península del Peloponeso sino que llevaron y extendieron el teatro de sus operaciones bélicas por todo el universo helénico. De este modo es posible deducir que el nombre que, con el paso del tiempo, ha quedado registrado para referirse a esta contienda sin precedentes entre los helenos y que pudo haber destruido todo el inmenso legado cultural, cosmológico y político que hemos heredado de ellos, no ejerce de preámbulo ilustrativo riguroso y definitorio de su magnitud.


EL PERIODO DE RIVALIDADES Y HEGEMONÍA


Todo un presagio se cernió sobre el mundo helénico al día siguiente de concluir las guerras médicas. Los griegos celebraban su triunfo sobre los persas. Marathón había sido el preludio Salamina la exaltación final de la victoria, todavía engalanada con los éxitos en Platea, Micala y Sestos.
LAS GUERRAS MÉDICAS
Pero el sabor de su gloriosa hazaña les aturdió, impidiéndoles reflexionar conjuntamente sobre cómo debían plantearse el futuro de la totalidad de naciones y ciudades-estado que componían Grecia. Casi al momento de terminada la última de las guerras medicas, volvieron a aflorar los intereses partidistas de cada ciudad y/o estado.

Finalizada la guerra contra Persia, los atenienses reconstruyeron su ciudad y fortificaron todo el perímetro con altas murallas, haciendo lo propio con el puerto del Pireo al que unieron con la capital por medio de los Largos Muros. Esparta observaba con recelo y desagrado las obras defensivas emprendidas, pero Temístocles hábilmente supo tranquilizar las inquietudes de los lacedemonios.  
 
La batalla naval de Salamina (480 a. C.), iba a suponer un punto de inflexión entre las dos ciudades que salían más fortalecidas al final de las guerras medicas. Entre Atenas y Esparta se inicia un periodo que el profesor Domingo Plácido denomina “la Pentecontecia”. En este tiempo la rivalidad entre ambas se hacía cada vez más patente e insoportable. Indudablemente, esta circunstancia forzara al resto de Grecia decidir, voluntariamente o mediante la intimidación y la coacción, a inclinarse por uno u otro bando. Mientras Atenas fortalece o anuncia estrechas relaciones con Platea, Naupacta, la Tesalia meridional, las ciudades de Acarnania, con Reggio y Leontinoi en la Magna Grecia y Sicilia, tampoco Esparta permanecía inactiva; salvo Argos y los poblados costeros de Acaia, había impuesto una estricta obediencia a todo el Peloponeso; mantenía relaciones amistosas en Beocia, en Fócida o en Lócrida; estaba en buena armonía con Locres, Tarento y, sobre todo, con Siracusa. Por lo tanto, el equilibrio de fuerzas se presumía garantizado.

La capital del Ática, exultante tras sus triunfos de Marathón y en la batalla naval de Salamina, decide ponerse a la cabeza de una confederación de ciudades-estados, creando en el 477 a. C. la Liga marítima conocida con el nombre de Confederación de Delos. Aspiraba, por consejo de Temístocles, a crear una fuerza naval que le permitiera ejercer una hegemonía real en los mares y el control comercial del Egeo y el Jónico y, finalmente, erigirse en conductora suprema de Grecia, disuadiendo al Imperio aqueménida de cualquier pretensión expansionista sobre territorio helénico.

Aprovechando que Pausanias, general espartano al frente de la escuadra aliada que pretendía arrebatar Bizancio a los persas, se atrajo el odio de los jonios por su insolente modo de tratarlos, los atenienses Arístides y Cimón tomaron el relevo en el mando de la flota. Esperando atraerse nuevamente la confianza de los aliados, Esparta destituyó a su general, pero la estrategia no fructificó. Los espartanos, entonces, se retiraron y se limitaron a conservar su posición de primera potencia continental en Grecia. Pausanias, sin embargo, no se conformó y por iniciativa propia emprendió una campaña que, en el año 477 a. C., le llevó a proclamarse tirano de Bizancio y Sestos. Pero el vencedor de Platea mantenía relaciones con Jerjes, cuyo apoyo necesitaba para realizar su gran ambición: convertirse en el dictador de toda Grecia. Espoleados por uno de los conceptos que más les distanciaba, la idea hegemónica y de liderazgo, áticos y laconios se unieron para desarbolar los planes del lacedemonio, que acabo sus días condenado a morir de hambre por los éforos (468 a. C.).

En esos años, bajo el mando de Cimón, hijo del estratega Milcíades, la armada ateniense secundada por la Liga de Delos, había expulsado a los persas de todos los puntos clave del mar Egeo hasta el mar Negro. Su domino de las rutas comerciales era absoluto. Atenas ampliaba su prestigio tanto como las envidias y resentimientos que iba despertando su política imperialista. Esparta, mientras tanto, fortaleciéndose en su reducto del Peloponeso y lanzando los zarpazos que estimaba convenientes en la península helénica para mantener su reputación y su orden, alimentaba esos sentimientos contrarios a los atenienses.

Cierto que la pretensión, tanto por parte de Esparta como de Atenas, de imponer su liderazgo sobre los griegos era un objetivo que las dos ambicionaban; pero el ideal hegemónico de ambas era totalmente diferente. La democracia ateniense creía indispensable un compromiso de unión entre todos los estados griegos para garantizar la independencia del mundo helénico, de su cultura, de su lengua, la perseverancia de sus tradiciones, su forma de vida y alejar definitivamente de sus territorios el peligro de los “bárbaros”; pero la dirección de esta empresa únicamente podía conducirla una sociedad como la de Atenas: libre, con un gobierno elegido por el pueblo, sin presencia de tiranos y oligarcas. Y es verdad, también, que no reparó en medios para alcanzar sus fines, incluso contraviniendo sus propios argumentos y pensamientos políticos.

En cambio, la aristocracia dominante en Esparta no incluía en sus planes la unificación de Grecia; consideraban más conveniente para su política hegemónica que el orbe helénico mantuviera la heterogeneidad indispensable. Asumían que eran hijos y exponentes de una misma cultura y lengua, la griega, como atestiguaban los poemas  homéricos y las tradiciones míticas, pero el concepto de patria lo identificaban con su ciudad, Esparta, con su territorio, Laconia, y ser ciudadanos libres con haber nacido espartiata. Era más favorable para su proyecto de perpetuar su estado oligárquico y mantener su dominio y jerarquía militar, una Hélade diseminada y dispersa. La desestabilización política griega les proporcionaba más seguridad que la concentración de recursos y fuerzas. Obligados los habitantes del Peloponeso, salvo excepción de Argos, a permanecer en la Liga del mismo nombre que controlaban directamente los lacedemonios, sus expediciones e intervenciones militares en el exterior no lo fueron con ánimo expansionistas o anexionistas.

Por eso la paradoja, sólo aparente, salta a la luz: mientras la aristocracia lacedemonia se erigía en paladín de la libertad, la democracia ateniense se mostraba como enemiga resuelta de la independencia de los demás.

Buscar un único causante del mayor desastre de la Grecia clásica no es posible. La historia, sensible a cualquier acontecimiento, analiza los hechos y sabe que los advenimientos provienen de las causas y menos de los sujetos que, en definitiva, son referentes de su época y, probablemente, circunscritos por los imperativos de su destino.

Es posible que Atenas fuera más responsable del inicio de las hostilidades por aferrarse con tanta pasión a ese ideal de una Hélade integrada que, al conjugarse con  un exceso de vanidad que fue acrecentándose a partir sus victorias frente a los aqueménidas, no le permitiera advertir a tiempo el futuro naufragio de su política. Tal vez Pericles, el estratega político mejor valorado de su siglo, se equivocó en alguna de sus iniciativas; él que, como discípulo de Anaxágoras, sabía lo que significaba templanza y  moderación en la toma de decisiones, quizá alentara, más que calmar, las pasiones de muchos de sus conciudadanos. No obstante el mayor error cometido por la Atenas democrática estuvo, probablemente, en dejarse embaucar por individuos sin escrúpulos como Alcibíades y/o personajes menores como Cleón o el belicista Cleofón.

En cuanto a Esparta, que espera su oportunidad para declarar la guerra a los atenienses, no es ajena de pecado. Se sirvió de aquel periodo cincuenteno hasta el inicio de las hostilidades, para hostigar y elaborar intrigas contra su adversario. No desperdiciaba la oportunidad de incitar los rencores que se granjeaba o emergían sobre Atenas. Nunca mostró el menor interés en coordinar una política conjunta para Grecia al lado de Atenas; en cambio su oponente, al menos lo intento alguna vez en tiempo de Temístocles. Era partidaria de la manipulación en los asuntos externos, pero sin involucrarse o arriesgar en empresas inciertas, salvo que los acontecimientos la obligaran o creyera advertir un peligro inminente para la propia Laconia o sus intereses en el Peloponeso.

En suma, que las rencillas de antaño entre las dos grandes potencias griegas -en parte consecuencia de la rivalidad étnica de dorios y jonios-  acabaron convirtiéndose en una brecha insalvable para cualquiera de ambas partes. Por lo tanto, el enfrentamiento armado directo cada vez estaba más próximo.   

No obstante, es presumible que los oligarcas lacedemonios no tuvieran en el año 431 a. C., un deseo profundo de iniciar la guerra; sin embargo, los intereses contrapuestos de diversas ciudades y, sobre todo, la insistencia de Corinto, rival comercial de la capital del Ática y miembro importante de la Liga del Peloponeso, que se sentía gravemente humillada y lastimada por la intromisión ateniense en asuntos de su exclusiva incumbencia, obligó a Esparta a tomar una resolución de acuerdo con sus compromisos contraídos con los miembros de la Liga.

Quince años antes atenienses y espartanos habían resuelto terminar con una contienda que les enfrentaba a raíz del apoyo prestado por los primeros a Argos, estado democrático, en pugna con Micenas, firmando una paz que debía durar treinta años. En la mitad de ese tiempo, por fin había llegado el momento de dirimir quién debía erigirse en la potencia dominadora en Grecia. Con esa ilusión, parece, que comenzaron ambos contrincantes la guerra. Pero la eliminación parcial de uno de ellos no supondría el definitivo encumbramiento del otro. 
RECRACIÓN SOBRE UNA VISIÓN DE UNA FILA DE HÓPLITAS
La guerra fue una convulsión para toda la Hélade y supuso el empobrecimiento endémico de todos sus mercados continentales e insulares, el declive del auge de su comercio, la ruina de muchas zonas agrícolas... Quienes, en cambio, si resultaron los grandes beneficiarios fueron el Imperio aqueménida y, años después, la Macedonia de Filipo.

Únicamente su inmenso y amplio espacio cultural se libro del caótico resultado de la guerra. En efecto, la filosofía y metafísica prosiguieron su andadura con más fuerza si cabe y hasta la persona menos ilustrada es capaz de reconocer los nombres de Platón o Aristóteles; pero también podría mencionarse a Jenofónte y Fedón. La oratoria tuvo una continuación en personajes tan ilustres como Isokratès, Licurgo (396-323 a. C.) y Demóstenes (384-322 a. C.) al que, no son pocos, distinguen como el mejor exponente de esta disciplina de su tiempo. En las letras, prevalecen nombres como el de Antíphanès o Alexis que prosiguieron el género teatral de la comedia, como su maestro Aristófanes. También en las artes el talento helénico siguió manteniendo el esplendor de épocas anteriores con pintores como Parrasio, Euphranor, Protógenes y Apeles, o escultores del talento de Praxíteles, Leokhares, Lisipo y Skopas. 
LAOCONTE Y SUS HIJOS

Difícilmente un análisis de los resultados de esta guerra, podrá aclarar alguna vez si el colosal tesoro cultural, artístico, político y del pensamiento, que legaron los griegos a la posteridad, hubiera sido todavía más amplio y enriquecedor de no haberse obstinado en destruirse entre ellos mismos en la segunda mitad del siglo V a. C.       


FINAL DEL PERIODO TRANSITORIO. ESPARTA Y ATENAS ENFRENTADAS


Al igual que sucede con otras muchas guerras cruciales de la historia de la humanidad, la del Peloponeso no enfrentó sólo a dos contendientes con voluntad de afirmar o extender su soberanía, sino también a dos maneras de entender el mundo, dos ideas incompatibles y diametralmente opuestas en la interpretación y asunción de los valores culturales y tradicionales de la Grecia de sus ancestros. De este modo, en el año 431 a. C. comenzó una devastadora guerra entre las dos potencias que, más de cincuenta años atrás, habían colaborado conjunta e intensamente para vencer a los persas en las guerras médicas. El conflicto bélico duraría hasta el año 404 a. C. y se desarrollaría en tres fases; la primera de ellas (431-421 a. C.) se conoce como “arquidámica” por ser rey de Esparta Arquidamos uno de los protagonistas.

Como pretexto para el inicio de la misma sirvieron tres acontecimientos provocados por Atenas y Corinto. La primera se inmiscuyó entre la segunda y Corcira (la actual Corfú), apoyando a esta isla que se hallaba en plena rebeldía contra Corinto, su metrópoli. Además Atenas decide decretar que Megara no pueda utilizar los puertos y mercados controlados por la Liga de Delos, basándose en la ayuda que ésta prestaba a los corintios facilitándole navíos. Por su parte, Corinto responderá ofreciendo su ayuda a Potidea, ciudad situada estratégicamente en la Calcídia, y vital para los intereses comerciales de los propios áticos y su Confederación. El descontento por parte de los megarenses y sobre todo de los corintios contra las estrategias políticas de Atenas, había alcanzado su grado máximo, y decidieron solicitar la ayuda de la Liga del Peloponeso de la cual eran miembros. Esparta, dubitativa pero, al mismo tiempo, deseosa de frenar el álgido momento de esplendor de su enemiga, finalmente no puso reparos a la decisión de los miembros de la Liga. Ésta envió un ultimátum a la capital del Ática, pero las condiciones y propuestas les parecieron inaceptables a los atenienses.

Había estallado la guerra por muchos tanto tiempo esperada. La primera acción bélica partió desde Beocia, cuando Tebas, su capital, atacó por sorpresa Platea, aliada de Atenas. Los platenses, al parecer, estaban en condiciones de defender y repeler el ataque. Por consiguiente, Atenas no arriesgo y sus ciudadanos, siguiendo los consejos de Pericles, adoptaron una táctica defensiva detrás de las murallas de su polis. La estrategia que había concebido Pericles consistía en hacerse fuertes dentro de la capital del Ática y esperar que el enemigo se desgastara en sus incursiones por la región. El aprovisionamiento por el mar estaba garantizado. Los espartanos no se atreverían a un enfrentamiento directo con la poderosa flota ateniense, y ésta, a su vez, surcaría los mares atacando los cargamentos para Esparta, bloqueando y desmantelando todos los puertos de sus aliados.          

Siguiendo el guión previsto por Pericles, el ejército espartano al mando de su rey Arquidamos, penetró en el Ática devastando todas las tierras de cultivo. Instalaron un campamento fijo con una fuerza lo suficientemente numerosa para hacer incursiones y hostigar a la poca población ática que permanecía en sus haciendas. El conflicto se enquisto quedando reducido a este plan de acciones de los lacedemonios, mientras tanto la mayor parte de atenienses y áticos permanecían amparados tras sus murallas.
 
Pero ninguna de ambas tácticas resultaba eficaz para inclinar la balanza a favor de uno de los contendientes, hasta que en el verano del 430 a. C. un enemigo inesperado apareció haciendo estragos en la polis ateniense. La peste se extendió por todos los rincones de la ciudad diezmando a la hacinada población. El espanto se adueño de los atenienses que culparon a Pericles de ser el causante de la epidemia por su plan  defensivo elaborado; sus enemigos aprovecharon la ocasión para destituirle de sus cargos obligándole a pagar una multa. Al tener conocimiento los espartanos de la epidemia desatada, levantaron de inmediato el campamento ante el temor de contagio regresando al Peloponeso.

Pero las cosas no cambiaban de signo. Los atenienses se desesperaban; la peste continuaba arrasando la polis. En el 429 a. C., el pueblo abatido volvió a llamar al viejo estadista, pero ese mismo año Pericles fue víctima de la epidemia. Atenas no volvería a tener un gobernante de su talla.

La crisis abierta por la desaparición de Pericles, franqueó el acceso al poder de dirigentes ambiciosos pero muy mediocres. Es el caso, al parecer, de Cleón; un demagogo que desestimo en el 425 a. C. la invitación de Esparta para firmar un tratado de paz que, posiblemente, hubiera resultado honroso para Atenas. Pero estaba envanecido por el éxito en Pylos, en la costa de Mesenia, y el bloqueo y/o captura, en la isla de Sfacteria, de un contingente de soldados espartiatas, muchos de ellos procedentes de las mejores familias lacedemonias. Los prisioneros podían servir de rehenes en el supuesto de una nueva invasión del Ática por parte de Esparta. Este triunfo indujo a los atenienses a mantener dos frentes, el de Megara y contra los beocios al mismo tiempo. Pero estos últimos combatieron con enorme eficacia y bravura infligiendo al ejército ático un duro revés en Delión.

En una contienda tan fluctuante, la fortuna volvió a cambiar de bando. Los peloponesios, liderados por Brasidas, que había incorporado en el ejército contingentes de ilotas, obtuvieron algunas victorias en el litoral tracio. Estos éxitos no sirvieron para decidir el curso de la guerra, pero sí que diversas polis de la zona, comprometidas con la Liga de Delos, se mudaran de bando.

Pero, finalmente, la posibilidad de alcanzar la paz se hacía realidad con la desaparición de Cleón y Brasidas, caídos en combate en la batalla de Anfípolis (422  a. C.). El enfrentamiento se decantó a favor de los espartanos, pero lo verdaderamente importante era que se lograba negociar, al año siguiente, un tratado conocido con el nombre de “Paz de Nicias”, y que firmaron en representación ateniense Nicias y por la parte espartana Pleistonax. Ambas aceptaban un compromiso de no agresión de cincuenta años y se devolvían todas sus conquistas obtenidas durante la guerra.

Las dos potencias habían superado el largo conflicto bélico, desgastadas y agotadas pero con la mayor parte de sus capacidades intactas. Una contienda tan devastadora, incluso para ellas dos, debería haberlas hecho reflexionar. Pero, muy al contrario, volvieron sus pasos sobre los mismos errores de antaño. Sobre todo Atenas que se dejo embaucar por un político que, en su persona, la audacia se convirtió en un impulsivo irrefrenable de megalomanía. Este era Alcibíades; el personaje en que los atenienses confiaron su futuro y fueron arrastrados al principio del fin de su hegemonía marítima y comercial sobre la Hélade y, posiblemente, también en el Mediterráneo.

Alcibíades (450-404 a. C.), estaba vinculado por parte de madre a los Alcmeónidas, por lo tanto era pariente de Pericles. La historia dice de él que reunía bastantes de las condiciones que se le presumen a un líder, pero también era una persona imprevisible, sin escrúpulos e incapaz de resistir al ímpetu de unas ambiciones desmesuradas. No descanso hasta que Atenas volvió a tomar las armas. A instancias de él los atenienses firmaron un acuerdo con Argos, Mantinea y Elida contra Esparta, que repentinamente se sintió amenazada en su propio territorio, en el corazón del Peloponeso. Su ejército actuó con rapidez y alcanzo una victoria en Mantinea en el 418 a. C... Tres años después del tratado de Nicias, lacedemonios y áticos volvían a enfrentarse nuevamente. La suerte corrió del lado de Esparta que restableció su orden en la península peloponesia. Por lo tanto, al margen de ese incidente, todo hacía presagiar que la paz iba a continuar. Sin embargo, en Atenas, las tesis belicistas se habían impuesto sobre las opiniones más sensatas de Nicias. Para Alcibíades se presentaba  su oportunidad de llevar a cabo un ambicioso plan que consistía, ni más ni menos, que en la invasión a gran escala de Sicilia, ampliando el imperio marítimo ateniense al Mediterráneo occidental. Para ello se esgrimió la excusa de que algunas localidades de la isla habían solicitado ayuda para frenar el expansionismo de Siracusa, proespartana y principal colonia de la zona.
LAS ACCIONES CLAVE DE CADA FASE
Comenzaron los preparativos para la campaña más ambiciosa jamás emprendida por Atenas. En el año 415 a. C., una formidable escuadra compuesta por 134 navíos y, se calcula, de treinta y dos mil efectivos humanos, atraco en las playas de la isla. Pero de inmediato los planes de la campaña quedaron trastocados al conocerse la noticia de que Atenas ordenaba el regreso de Alcibíades, jefe de la expedición, para ser juzgado por sacrilegio. La noche anterior a la partida de la flota del Pireo, fue descubierta una profanación al culto de Hermes al aparecer mutilada una estatua representativa de la divinidad; y todos los indicios apuntaban sobre Alcibíades. Se le permitió embarcar al mando de la armada, pero al requerirle que regresara, prefirió desertar antes que enfrentarse a la justicia de su polis. Huye al Peloponeso y, ante los espartanos, traiciona a su pueblo ofreciéndose a ayudarles. Desde ese momento en Atenas se teme por la suerte de la campaña. En efecto, Nicias y Lamacos quedaron al frente de la expedición, pero ambos no eran las personas con la envergadura necesaria para una empresa de esa dimensión. La expedición ateniense no encuentra en la isla el apoyo que suponían se le iba a proporcionar. Instalan en Catania su cuartel, y no salen de ella hasta la primavera del 414 a. C... En los primeros encuentros armados muere Lamacos, no obstante la guerra parece que toma un giro favorable para los atenienses, pero Nicias, enfermo, no sabe aprovechar la ventaja que se le ofrece. Ese tiempo de vacilación será aprovechado por Siracusa, bajo la dirección de Hermócrates, para reforzarse. Mientras tanto, Alcibíades aconseja a los lacedemonios la estrategia que deben seguir: Instalar una guarnición permanente en la pequeña población ática de Decelia que impedirá todos los movimientos de los atenienses; el envió de tropas a Siracusa y que los lacedemonios ponen al mando de Gilipo; bloquear la línea de suministros por el norte del Ática a la capital y cortar las comunicaciones marítimas entre Atenas y el ejercito expedicionario que lucha en Sicilia. En Atenas la situación comienza a ser desesperante y lo mismo les sucede a sus combatientes en territorio siciliano. Nicias, que ha pasado de sitiador ha hostigado, no cesa de pedir refuerzos a su poli. Ésta le envía en su auxilio una escuadra compuesta por diez trirremes al mando de Demóstenes. En los primeros meses del año 413 a. C., Nicias se esfuerza por enderezar la situación, pero es demasiado tarde. En el verano de ese mismo año, las fuerzas conjuntas de siracusanos y espartanos bajo el mando de Gilipo, se imponen a los atenienses y su flota es destruida casi por completo. Únicamente una veloz retirada evita, momentáneamente, una catástrofe mayor. Pero las unidades  supervivientes son perseguidas y acorraladas hasta su total destrucción. Los que sobreviven son encerrados en canteras para que mueran de hambre y sed y otros son vendidos como esclavos. Tan solo un puñado de atenienses regresara a su polis.

En Atenas no se recordaba una catástrofe de tamaña dimensión. La campaña emprendida dos años antes para dominar el Mediterráneo, se había convertido en un desastre irreparable. Tras este macabro punto de inflexión, los áticos ya no lucharían  por aumentar su imperio, sino por la supervivencia. Los pocos aliados que le quedaban comenzaron a escabullirse. Había concluido la segunda fase o intermedia de la Guerra del Peloponeso. Pero sin apenas tregua daba comienzo la última y definitiva. Ahora el escenario se trasladaba a la parte jónica del Asia Menor.

En esta ocasión el apoyo económico persa prestado indistintamente a Esparta y a Atenas efímeramente, influiría en el resultado final.

Atenas estaba abatida y sumergida en un caos por las cuantiosas pérdidas humanas, navales y económicas. No obstante, lograría recomponer parte de su ruinosa situación. En el año 411 a. C., el Consejo de los Cuatrocientos substituyó al Senado. En Atenas volvía a instalarse una oligarquía. Pero al no encontrar el apoyo necesario fue derribado a los pocos meses. Posiblemente Alcibíades, que había regresado a su ciudad, influyera en la caída de este gobierno que intentaba sustituir al sistema democrático. De nuevo Alcibíades, que se había reconciliado con sus compatriotas, tomaba la iniciativa política en Atenas. Alcibíades en el 412 a. C., había convencido al sátrapa Tisafernes, para que Persia financiara a los lacedemonios. Un año después, volvió a negociar con Tisafernes, en esta ocasión para que apoyara a su ciudad ancestral. Aunque el acuerdo con el Imperio aqueménida fue efímero, pues estos se decantaron en el 408 a. C., definitivamente por Esparta, a los atenienses aquella ayuda contribuyó a la obtención de medios indispensable para su reorganización.

El nuevo Alcibíades, perdonado de una traición que le había costado a Atenas su hegemonía, infligía en el año 410 a. C. una contundente derrota a los espartanos en Cízico. Tras el revés sufrido, Esparta propuso la paz, pero la oposición de algunos atenienses como Cleofón, impidieron que se firmara un tratado.

Las acciones se habían trasladado a Asia Menor. Allí, la suerte de los jonios, fluctuaba entre las pretensiones de siempre por parte persa de recuperar para su imperio las colonias y ciudades griegas; los lacedemonios a quienes no les importaba entregarlos a los aqueménidas; y los atenienses, erigidos nuevamente en los defensores de Jonia para resucitar la maltrecha Liga de Delos.           

No obstante, a partir del año 408 a. C., el destino de la Hélade y del Egeo oriental quedo sellado. Persia entregó a Esparta el oro necesario para que siguiera manteniendo su ventaja sobre Atenas. En Notión (407 a. C.), una parte de la escuadra ateniense sucumbía ante Lisandro, el nuevo general designado por los espartanos. Fue el final de Alcibíades. Se marcho a Tracia y nunca más regresaría a su polis. Pero demagogos como Cleofón insistían en continuar la guerra.

En el año 406 a. C., Conón, nuevo jefe militar de los áticos, se impuso al lacedemonio Calicrátides en las islas Arginusas. De nuevo los espartanos ofrecieron la paz, volviendo a oponerse la facción más belicista de Atenas. Para mayor desgracia de los atenienses, una tempestad hundió una parte de su flota y, además, el astuto Lisandro había vuelto a ser requerido para tomar el mando del ejército espartano. El lacedemonio se trasladó al Helesponto e interceptó las provisiones que desde allí eran enviadas a la capital del Ática. En esa misma zona, entre Tracia y Frigia, en las proximidades de Egospótamos, asestó un golpe terminal a los atenienses, en el verano del año 405 a. C., al capturar la mayor parte de su flota.

Era el final. Lisandro se dirigió a Atenas y la sitió. Después de un cerco de varios meses, desfallecidos, los atenienses capitularon en abril del año 404 a. C... Se le impusieron unas condiciones humillantes, entre las que figura el derribo de sus murallas, disolución de la Liga de Delos, colaborar a requerimiento de Esparta con la Liga del Peloponeso, que la flota no excediera un número de navíos que se le permitía poseer a partir del nuevo tratado… Pero en esta ocasión Atenas no estaba en condiciones de rechazarlas.

Atenas había perdido la guerra y todo honor nacional y supremacía en el mundo griego. Eclipsado su poder, se apaga el fulgor de la ciudad que fue emblema de la Grecia clásica, aportando un legado decisivo a la cultura universal. Tanto, que resulta difícil imaginar cómo sería nuestra civilización sin la época dorada de la polis ateniense. Esparta, en cambio, nada nos dejó.

Artículo escrito por Alberto Corral López

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