domingo, 13 de marzo de 2011

LA GUERRA DEL PELOPONESO


Fue el historiador Tucídides, el gran narrador del conflicto bélico que enfrentó a Esparta y Atenas por espacio de treinta años, conmocionando a todo el mundo griego, quien lo denominó la Guerra del Peloponeso. Es de suponer que tendría sus fundados motivos. Sin embargo, los dos mil cuatrocientos años transcurridos desde esa confrontación deberían haber tentado a algún historiador a fundamentar que tal vez el nombre con el que se conoce esa contienda, en sí mismo no recoge ni abarca toda la enorme dimensión de esta guerra. Basta una simple ojeada de los acontecimientos para comprobar que la magnitud de la lucha sobrepaso ampliamente todo los limites que parece establecer el nombre que se le ha asignado a este periodo bélico: “Guerra del Peloponeso”.


EL Peloponeso es un territorio que da nombre a la península situada en la Grecia meridional y es bañada por el mar Jónico y el mar Egeo.
EL PELOPONESO
En esta amplia región montañosa se extendía todo el poder hegemónico de los lacedemonios. Laconia era el territorio por excelencia de Esparta, pero su dominio e influencia abarcaba todo el Peloponeso. Por lo tanto, la importancia de esta parte de la antigua Grecia es de sobras conocida. Sin embargo, en la guerra que enfrento a Esparta y Atenas su significación, dentro de la contienda, no excedió al de otros territorios; incluso, posiblemente, en otros escenarios inmersos en esta larga guerra, se libraran batallas o se promovieran campañas mucho más decisivas para inclinar el litigio a favor de uno de los contrincantes.

En definitiva, la Guerra del Peloponeso no se desplegó a lo largo y ancho de esta región. Los griegos no dirimieron las diferencias políticas, hegemónicas y económicas que los separaba en la península del Peloponeso sino que llevaron y extendieron el teatro de sus operaciones bélicas por todo el universo helénico. De este modo es posible deducir que el nombre que, con el paso del tiempo, ha quedado registrado para referirse a esta contienda sin precedentes entre los helenos y que pudo haber destruido todo el inmenso legado cultural, cosmológico y político que hemos heredado de ellos, no ejerce de preámbulo ilustrativo riguroso y definitorio de su magnitud.


EL PERIODO DE RIVALIDADES Y HEGEMONÍA


Todo un presagio se cernió sobre el mundo helénico al día siguiente de concluir las guerras médicas. Los griegos celebraban su triunfo sobre los persas. Marathón había sido el preludio Salamina la exaltación final de la victoria, todavía engalanada con los éxitos en Platea, Micala y Sestos.
LAS GUERRAS MÉDICAS
Pero el sabor de su gloriosa hazaña les aturdió, impidiéndoles reflexionar conjuntamente sobre cómo debían plantearse el futuro de la totalidad de naciones y ciudades-estado que componían Grecia. Casi al momento de terminada la última de las guerras medicas, volvieron a aflorar los intereses partidistas de cada ciudad y/o estado.

Finalizada la guerra contra Persia, los atenienses reconstruyeron su ciudad y fortificaron todo el perímetro con altas murallas, haciendo lo propio con el puerto del Pireo al que unieron con la capital por medio de los Largos Muros. Esparta observaba con recelo y desagrado las obras defensivas emprendidas, pero Temístocles hábilmente supo tranquilizar las inquietudes de los lacedemonios.  
 
La batalla naval de Salamina (480 a. C.), iba a suponer un punto de inflexión entre las dos ciudades que salían más fortalecidas al final de las guerras medicas. Entre Atenas y Esparta se inicia un periodo que el profesor Domingo Plácido denomina “la Pentecontecia”. En este tiempo la rivalidad entre ambas se hacía cada vez más patente e insoportable. Indudablemente, esta circunstancia forzara al resto de Grecia decidir, voluntariamente o mediante la intimidación y la coacción, a inclinarse por uno u otro bando. Mientras Atenas fortalece o anuncia estrechas relaciones con Platea, Naupacta, la Tesalia meridional, las ciudades de Acarnania, con Reggio y Leontinoi en la Magna Grecia y Sicilia, tampoco Esparta permanecía inactiva; salvo Argos y los poblados costeros de Acaia, había impuesto una estricta obediencia a todo el Peloponeso; mantenía relaciones amistosas en Beocia, en Fócida o en Lócrida; estaba en buena armonía con Locres, Tarento y, sobre todo, con Siracusa. Por lo tanto, el equilibrio de fuerzas se presumía garantizado.

La capital del Ática, exultante tras sus triunfos de Marathón y en la batalla naval de Salamina, decide ponerse a la cabeza de una confederación de ciudades-estados, creando en el 477 a. C. la Liga marítima conocida con el nombre de Confederación de Delos. Aspiraba, por consejo de Temístocles, a crear una fuerza naval que le permitiera ejercer una hegemonía real en los mares y el control comercial del Egeo y el Jónico y, finalmente, erigirse en conductora suprema de Grecia, disuadiendo al Imperio aqueménida de cualquier pretensión expansionista sobre territorio helénico.

Aprovechando que Pausanias, general espartano al frente de la escuadra aliada que pretendía arrebatar Bizancio a los persas, se atrajo el odio de los jonios por su insolente modo de tratarlos, los atenienses Arístides y Cimón tomaron el relevo en el mando de la flota. Esperando atraerse nuevamente la confianza de los aliados, Esparta destituyó a su general, pero la estrategia no fructificó. Los espartanos, entonces, se retiraron y se limitaron a conservar su posición de primera potencia continental en Grecia. Pausanias, sin embargo, no se conformó y por iniciativa propia emprendió una campaña que, en el año 477 a. C., le llevó a proclamarse tirano de Bizancio y Sestos. Pero el vencedor de Platea mantenía relaciones con Jerjes, cuyo apoyo necesitaba para realizar su gran ambición: convertirse en el dictador de toda Grecia. Espoleados por uno de los conceptos que más les distanciaba, la idea hegemónica y de liderazgo, áticos y laconios se unieron para desarbolar los planes del lacedemonio, que acabo sus días condenado a morir de hambre por los éforos (468 a. C.).

En esos años, bajo el mando de Cimón, hijo del estratega Milcíades, la armada ateniense secundada por la Liga de Delos, había expulsado a los persas de todos los puntos clave del mar Egeo hasta el mar Negro. Su domino de las rutas comerciales era absoluto. Atenas ampliaba su prestigio tanto como las envidias y resentimientos que iba despertando su política imperialista. Esparta, mientras tanto, fortaleciéndose en su reducto del Peloponeso y lanzando los zarpazos que estimaba convenientes en la península helénica para mantener su reputación y su orden, alimentaba esos sentimientos contrarios a los atenienses.

Cierto que la pretensión, tanto por parte de Esparta como de Atenas, de imponer su liderazgo sobre los griegos era un objetivo que las dos ambicionaban; pero el ideal hegemónico de ambas era totalmente diferente. La democracia ateniense creía indispensable un compromiso de unión entre todos los estados griegos para garantizar la independencia del mundo helénico, de su cultura, de su lengua, la perseverancia de sus tradiciones, su forma de vida y alejar definitivamente de sus territorios el peligro de los “bárbaros”; pero la dirección de esta empresa únicamente podía conducirla una sociedad como la de Atenas: libre, con un gobierno elegido por el pueblo, sin presencia de tiranos y oligarcas. Y es verdad, también, que no reparó en medios para alcanzar sus fines, incluso contraviniendo sus propios argumentos y pensamientos políticos.

En cambio, la aristocracia dominante en Esparta no incluía en sus planes la unificación de Grecia; consideraban más conveniente para su política hegemónica que el orbe helénico mantuviera la heterogeneidad indispensable. Asumían que eran hijos y exponentes de una misma cultura y lengua, la griega, como atestiguaban los poemas  homéricos y las tradiciones míticas, pero el concepto de patria lo identificaban con su ciudad, Esparta, con su territorio, Laconia, y ser ciudadanos libres con haber nacido espartiata. Era más favorable para su proyecto de perpetuar su estado oligárquico y mantener su dominio y jerarquía militar, una Hélade diseminada y dispersa. La desestabilización política griega les proporcionaba más seguridad que la concentración de recursos y fuerzas. Obligados los habitantes del Peloponeso, salvo excepción de Argos, a permanecer en la Liga del mismo nombre que controlaban directamente los lacedemonios, sus expediciones e intervenciones militares en el exterior no lo fueron con ánimo expansionistas o anexionistas.

Por eso la paradoja, sólo aparente, salta a la luz: mientras la aristocracia lacedemonia se erigía en paladín de la libertad, la democracia ateniense se mostraba como enemiga resuelta de la independencia de los demás.

Buscar un único causante del mayor desastre de la Grecia clásica no es posible. La historia, sensible a cualquier acontecimiento, analiza los hechos y sabe que los advenimientos provienen de las causas y menos de los sujetos que, en definitiva, son referentes de su época y, probablemente, circunscritos por los imperativos de su destino.

Es posible que Atenas fuera más responsable del inicio de las hostilidades por aferrarse con tanta pasión a ese ideal de una Hélade integrada que, al conjugarse con  un exceso de vanidad que fue acrecentándose a partir sus victorias frente a los aqueménidas, no le permitiera advertir a tiempo el futuro naufragio de su política. Tal vez Pericles, el estratega político mejor valorado de su siglo, se equivocó en alguna de sus iniciativas; él que, como discípulo de Anaxágoras, sabía lo que significaba templanza y  moderación en la toma de decisiones, quizá alentara, más que calmar, las pasiones de muchos de sus conciudadanos. No obstante el mayor error cometido por la Atenas democrática estuvo, probablemente, en dejarse embaucar por individuos sin escrúpulos como Alcibíades y/o personajes menores como Cleón o el belicista Cleofón.

En cuanto a Esparta, que espera su oportunidad para declarar la guerra a los atenienses, no es ajena de pecado. Se sirvió de aquel periodo cincuenteno hasta el inicio de las hostilidades, para hostigar y elaborar intrigas contra su adversario. No desperdiciaba la oportunidad de incitar los rencores que se granjeaba o emergían sobre Atenas. Nunca mostró el menor interés en coordinar una política conjunta para Grecia al lado de Atenas; en cambio su oponente, al menos lo intento alguna vez en tiempo de Temístocles. Era partidaria de la manipulación en los asuntos externos, pero sin involucrarse o arriesgar en empresas inciertas, salvo que los acontecimientos la obligaran o creyera advertir un peligro inminente para la propia Laconia o sus intereses en el Peloponeso.

En suma, que las rencillas de antaño entre las dos grandes potencias griegas -en parte consecuencia de la rivalidad étnica de dorios y jonios-  acabaron convirtiéndose en una brecha insalvable para cualquiera de ambas partes. Por lo tanto, el enfrentamiento armado directo cada vez estaba más próximo.   

No obstante, es presumible que los oligarcas lacedemonios no tuvieran en el año 431 a. C., un deseo profundo de iniciar la guerra; sin embargo, los intereses contrapuestos de diversas ciudades y, sobre todo, la insistencia de Corinto, rival comercial de la capital del Ática y miembro importante de la Liga del Peloponeso, que se sentía gravemente humillada y lastimada por la intromisión ateniense en asuntos de su exclusiva incumbencia, obligó a Esparta a tomar una resolución de acuerdo con sus compromisos contraídos con los miembros de la Liga.

Quince años antes atenienses y espartanos habían resuelto terminar con una contienda que les enfrentaba a raíz del apoyo prestado por los primeros a Argos, estado democrático, en pugna con Micenas, firmando una paz que debía durar treinta años. En la mitad de ese tiempo, por fin había llegado el momento de dirimir quién debía erigirse en la potencia dominadora en Grecia. Con esa ilusión, parece, que comenzaron ambos contrincantes la guerra. Pero la eliminación parcial de uno de ellos no supondría el definitivo encumbramiento del otro. 
RECRACIÓN SOBRE UNA VISIÓN DE UNA FILA DE HÓPLITAS
La guerra fue una convulsión para toda la Hélade y supuso el empobrecimiento endémico de todos sus mercados continentales e insulares, el declive del auge de su comercio, la ruina de muchas zonas agrícolas... Quienes, en cambio, si resultaron los grandes beneficiarios fueron el Imperio aqueménida y, años después, la Macedonia de Filipo.

Únicamente su inmenso y amplio espacio cultural se libro del caótico resultado de la guerra. En efecto, la filosofía y metafísica prosiguieron su andadura con más fuerza si cabe y hasta la persona menos ilustrada es capaz de reconocer los nombres de Platón o Aristóteles; pero también podría mencionarse a Jenofónte y Fedón. La oratoria tuvo una continuación en personajes tan ilustres como Isokratès, Licurgo (396-323 a. C.) y Demóstenes (384-322 a. C.) al que, no son pocos, distinguen como el mejor exponente de esta disciplina de su tiempo. En las letras, prevalecen nombres como el de Antíphanès o Alexis que prosiguieron el género teatral de la comedia, como su maestro Aristófanes. También en las artes el talento helénico siguió manteniendo el esplendor de épocas anteriores con pintores como Parrasio, Euphranor, Protógenes y Apeles, o escultores del talento de Praxíteles, Leokhares, Lisipo y Skopas. 
LAOCONTE Y SUS HIJOS

Difícilmente un análisis de los resultados de esta guerra, podrá aclarar alguna vez si el colosal tesoro cultural, artístico, político y del pensamiento, que legaron los griegos a la posteridad, hubiera sido todavía más amplio y enriquecedor de no haberse obstinado en destruirse entre ellos mismos en la segunda mitad del siglo V a. C.       


FINAL DEL PERIODO TRANSITORIO. ESPARTA Y ATENAS ENFRENTADAS


Al igual que sucede con otras muchas guerras cruciales de la historia de la humanidad, la del Peloponeso no enfrentó sólo a dos contendientes con voluntad de afirmar o extender su soberanía, sino también a dos maneras de entender el mundo, dos ideas incompatibles y diametralmente opuestas en la interpretación y asunción de los valores culturales y tradicionales de la Grecia de sus ancestros. De este modo, en el año 431 a. C. comenzó una devastadora guerra entre las dos potencias que, más de cincuenta años atrás, habían colaborado conjunta e intensamente para vencer a los persas en las guerras médicas. El conflicto bélico duraría hasta el año 404 a. C. y se desarrollaría en tres fases; la primera de ellas (431-421 a. C.) se conoce como “arquidámica” por ser rey de Esparta Arquidamos uno de los protagonistas.

Como pretexto para el inicio de la misma sirvieron tres acontecimientos provocados por Atenas y Corinto. La primera se inmiscuyó entre la segunda y Corcira (la actual Corfú), apoyando a esta isla que se hallaba en plena rebeldía contra Corinto, su metrópoli. Además Atenas decide decretar que Megara no pueda utilizar los puertos y mercados controlados por la Liga de Delos, basándose en la ayuda que ésta prestaba a los corintios facilitándole navíos. Por su parte, Corinto responderá ofreciendo su ayuda a Potidea, ciudad situada estratégicamente en la Calcídia, y vital para los intereses comerciales de los propios áticos y su Confederación. El descontento por parte de los megarenses y sobre todo de los corintios contra las estrategias políticas de Atenas, había alcanzado su grado máximo, y decidieron solicitar la ayuda de la Liga del Peloponeso de la cual eran miembros. Esparta, dubitativa pero, al mismo tiempo, deseosa de frenar el álgido momento de esplendor de su enemiga, finalmente no puso reparos a la decisión de los miembros de la Liga. Ésta envió un ultimátum a la capital del Ática, pero las condiciones y propuestas les parecieron inaceptables a los atenienses.

Había estallado la guerra por muchos tanto tiempo esperada. La primera acción bélica partió desde Beocia, cuando Tebas, su capital, atacó por sorpresa Platea, aliada de Atenas. Los platenses, al parecer, estaban en condiciones de defender y repeler el ataque. Por consiguiente, Atenas no arriesgo y sus ciudadanos, siguiendo los consejos de Pericles, adoptaron una táctica defensiva detrás de las murallas de su polis. La estrategia que había concebido Pericles consistía en hacerse fuertes dentro de la capital del Ática y esperar que el enemigo se desgastara en sus incursiones por la región. El aprovisionamiento por el mar estaba garantizado. Los espartanos no se atreverían a un enfrentamiento directo con la poderosa flota ateniense, y ésta, a su vez, surcaría los mares atacando los cargamentos para Esparta, bloqueando y desmantelando todos los puertos de sus aliados.          

Siguiendo el guión previsto por Pericles, el ejército espartano al mando de su rey Arquidamos, penetró en el Ática devastando todas las tierras de cultivo. Instalaron un campamento fijo con una fuerza lo suficientemente numerosa para hacer incursiones y hostigar a la poca población ática que permanecía en sus haciendas. El conflicto se enquisto quedando reducido a este plan de acciones de los lacedemonios, mientras tanto la mayor parte de atenienses y áticos permanecían amparados tras sus murallas.
 
Pero ninguna de ambas tácticas resultaba eficaz para inclinar la balanza a favor de uno de los contendientes, hasta que en el verano del 430 a. C. un enemigo inesperado apareció haciendo estragos en la polis ateniense. La peste se extendió por todos los rincones de la ciudad diezmando a la hacinada población. El espanto se adueño de los atenienses que culparon a Pericles de ser el causante de la epidemia por su plan  defensivo elaborado; sus enemigos aprovecharon la ocasión para destituirle de sus cargos obligándole a pagar una multa. Al tener conocimiento los espartanos de la epidemia desatada, levantaron de inmediato el campamento ante el temor de contagio regresando al Peloponeso.

Pero las cosas no cambiaban de signo. Los atenienses se desesperaban; la peste continuaba arrasando la polis. En el 429 a. C., el pueblo abatido volvió a llamar al viejo estadista, pero ese mismo año Pericles fue víctima de la epidemia. Atenas no volvería a tener un gobernante de su talla.

La crisis abierta por la desaparición de Pericles, franqueó el acceso al poder de dirigentes ambiciosos pero muy mediocres. Es el caso, al parecer, de Cleón; un demagogo que desestimo en el 425 a. C. la invitación de Esparta para firmar un tratado de paz que, posiblemente, hubiera resultado honroso para Atenas. Pero estaba envanecido por el éxito en Pylos, en la costa de Mesenia, y el bloqueo y/o captura, en la isla de Sfacteria, de un contingente de soldados espartiatas, muchos de ellos procedentes de las mejores familias lacedemonias. Los prisioneros podían servir de rehenes en el supuesto de una nueva invasión del Ática por parte de Esparta. Este triunfo indujo a los atenienses a mantener dos frentes, el de Megara y contra los beocios al mismo tiempo. Pero estos últimos combatieron con enorme eficacia y bravura infligiendo al ejército ático un duro revés en Delión.

En una contienda tan fluctuante, la fortuna volvió a cambiar de bando. Los peloponesios, liderados por Brasidas, que había incorporado en el ejército contingentes de ilotas, obtuvieron algunas victorias en el litoral tracio. Estos éxitos no sirvieron para decidir el curso de la guerra, pero sí que diversas polis de la zona, comprometidas con la Liga de Delos, se mudaran de bando.

Pero, finalmente, la posibilidad de alcanzar la paz se hacía realidad con la desaparición de Cleón y Brasidas, caídos en combate en la batalla de Anfípolis (422  a. C.). El enfrentamiento se decantó a favor de los espartanos, pero lo verdaderamente importante era que se lograba negociar, al año siguiente, un tratado conocido con el nombre de “Paz de Nicias”, y que firmaron en representación ateniense Nicias y por la parte espartana Pleistonax. Ambas aceptaban un compromiso de no agresión de cincuenta años y se devolvían todas sus conquistas obtenidas durante la guerra.

Las dos potencias habían superado el largo conflicto bélico, desgastadas y agotadas pero con la mayor parte de sus capacidades intactas. Una contienda tan devastadora, incluso para ellas dos, debería haberlas hecho reflexionar. Pero, muy al contrario, volvieron sus pasos sobre los mismos errores de antaño. Sobre todo Atenas que se dejo embaucar por un político que, en su persona, la audacia se convirtió en un impulsivo irrefrenable de megalomanía. Este era Alcibíades; el personaje en que los atenienses confiaron su futuro y fueron arrastrados al principio del fin de su hegemonía marítima y comercial sobre la Hélade y, posiblemente, también en el Mediterráneo.

Alcibíades (450-404 a. C.), estaba vinculado por parte de madre a los Alcmeónidas, por lo tanto era pariente de Pericles. La historia dice de él que reunía bastantes de las condiciones que se le presumen a un líder, pero también era una persona imprevisible, sin escrúpulos e incapaz de resistir al ímpetu de unas ambiciones desmesuradas. No descanso hasta que Atenas volvió a tomar las armas. A instancias de él los atenienses firmaron un acuerdo con Argos, Mantinea y Elida contra Esparta, que repentinamente se sintió amenazada en su propio territorio, en el corazón del Peloponeso. Su ejército actuó con rapidez y alcanzo una victoria en Mantinea en el 418 a. C... Tres años después del tratado de Nicias, lacedemonios y áticos volvían a enfrentarse nuevamente. La suerte corrió del lado de Esparta que restableció su orden en la península peloponesia. Por lo tanto, al margen de ese incidente, todo hacía presagiar que la paz iba a continuar. Sin embargo, en Atenas, las tesis belicistas se habían impuesto sobre las opiniones más sensatas de Nicias. Para Alcibíades se presentaba  su oportunidad de llevar a cabo un ambicioso plan que consistía, ni más ni menos, que en la invasión a gran escala de Sicilia, ampliando el imperio marítimo ateniense al Mediterráneo occidental. Para ello se esgrimió la excusa de que algunas localidades de la isla habían solicitado ayuda para frenar el expansionismo de Siracusa, proespartana y principal colonia de la zona.
LAS ACCIONES CLAVE DE CADA FASE
Comenzaron los preparativos para la campaña más ambiciosa jamás emprendida por Atenas. En el año 415 a. C., una formidable escuadra compuesta por 134 navíos y, se calcula, de treinta y dos mil efectivos humanos, atraco en las playas de la isla. Pero de inmediato los planes de la campaña quedaron trastocados al conocerse la noticia de que Atenas ordenaba el regreso de Alcibíades, jefe de la expedición, para ser juzgado por sacrilegio. La noche anterior a la partida de la flota del Pireo, fue descubierta una profanación al culto de Hermes al aparecer mutilada una estatua representativa de la divinidad; y todos los indicios apuntaban sobre Alcibíades. Se le permitió embarcar al mando de la armada, pero al requerirle que regresara, prefirió desertar antes que enfrentarse a la justicia de su polis. Huye al Peloponeso y, ante los espartanos, traiciona a su pueblo ofreciéndose a ayudarles. Desde ese momento en Atenas se teme por la suerte de la campaña. En efecto, Nicias y Lamacos quedaron al frente de la expedición, pero ambos no eran las personas con la envergadura necesaria para una empresa de esa dimensión. La expedición ateniense no encuentra en la isla el apoyo que suponían se le iba a proporcionar. Instalan en Catania su cuartel, y no salen de ella hasta la primavera del 414 a. C... En los primeros encuentros armados muere Lamacos, no obstante la guerra parece que toma un giro favorable para los atenienses, pero Nicias, enfermo, no sabe aprovechar la ventaja que se le ofrece. Ese tiempo de vacilación será aprovechado por Siracusa, bajo la dirección de Hermócrates, para reforzarse. Mientras tanto, Alcibíades aconseja a los lacedemonios la estrategia que deben seguir: Instalar una guarnición permanente en la pequeña población ática de Decelia que impedirá todos los movimientos de los atenienses; el envió de tropas a Siracusa y que los lacedemonios ponen al mando de Gilipo; bloquear la línea de suministros por el norte del Ática a la capital y cortar las comunicaciones marítimas entre Atenas y el ejercito expedicionario que lucha en Sicilia. En Atenas la situación comienza a ser desesperante y lo mismo les sucede a sus combatientes en territorio siciliano. Nicias, que ha pasado de sitiador ha hostigado, no cesa de pedir refuerzos a su poli. Ésta le envía en su auxilio una escuadra compuesta por diez trirremes al mando de Demóstenes. En los primeros meses del año 413 a. C., Nicias se esfuerza por enderezar la situación, pero es demasiado tarde. En el verano de ese mismo año, las fuerzas conjuntas de siracusanos y espartanos bajo el mando de Gilipo, se imponen a los atenienses y su flota es destruida casi por completo. Únicamente una veloz retirada evita, momentáneamente, una catástrofe mayor. Pero las unidades  supervivientes son perseguidas y acorraladas hasta su total destrucción. Los que sobreviven son encerrados en canteras para que mueran de hambre y sed y otros son vendidos como esclavos. Tan solo un puñado de atenienses regresara a su polis.

En Atenas no se recordaba una catástrofe de tamaña dimensión. La campaña emprendida dos años antes para dominar el Mediterráneo, se había convertido en un desastre irreparable. Tras este macabro punto de inflexión, los áticos ya no lucharían  por aumentar su imperio, sino por la supervivencia. Los pocos aliados que le quedaban comenzaron a escabullirse. Había concluido la segunda fase o intermedia de la Guerra del Peloponeso. Pero sin apenas tregua daba comienzo la última y definitiva. Ahora el escenario se trasladaba a la parte jónica del Asia Menor.

En esta ocasión el apoyo económico persa prestado indistintamente a Esparta y a Atenas efímeramente, influiría en el resultado final.

Atenas estaba abatida y sumergida en un caos por las cuantiosas pérdidas humanas, navales y económicas. No obstante, lograría recomponer parte de su ruinosa situación. En el año 411 a. C., el Consejo de los Cuatrocientos substituyó al Senado. En Atenas volvía a instalarse una oligarquía. Pero al no encontrar el apoyo necesario fue derribado a los pocos meses. Posiblemente Alcibíades, que había regresado a su ciudad, influyera en la caída de este gobierno que intentaba sustituir al sistema democrático. De nuevo Alcibíades, que se había reconciliado con sus compatriotas, tomaba la iniciativa política en Atenas. Alcibíades en el 412 a. C., había convencido al sátrapa Tisafernes, para que Persia financiara a los lacedemonios. Un año después, volvió a negociar con Tisafernes, en esta ocasión para que apoyara a su ciudad ancestral. Aunque el acuerdo con el Imperio aqueménida fue efímero, pues estos se decantaron en el 408 a. C., definitivamente por Esparta, a los atenienses aquella ayuda contribuyó a la obtención de medios indispensable para su reorganización.

El nuevo Alcibíades, perdonado de una traición que le había costado a Atenas su hegemonía, infligía en el año 410 a. C. una contundente derrota a los espartanos en Cízico. Tras el revés sufrido, Esparta propuso la paz, pero la oposición de algunos atenienses como Cleofón, impidieron que se firmara un tratado.

Las acciones se habían trasladado a Asia Menor. Allí, la suerte de los jonios, fluctuaba entre las pretensiones de siempre por parte persa de recuperar para su imperio las colonias y ciudades griegas; los lacedemonios a quienes no les importaba entregarlos a los aqueménidas; y los atenienses, erigidos nuevamente en los defensores de Jonia para resucitar la maltrecha Liga de Delos.           

No obstante, a partir del año 408 a. C., el destino de la Hélade y del Egeo oriental quedo sellado. Persia entregó a Esparta el oro necesario para que siguiera manteniendo su ventaja sobre Atenas. En Notión (407 a. C.), una parte de la escuadra ateniense sucumbía ante Lisandro, el nuevo general designado por los espartanos. Fue el final de Alcibíades. Se marcho a Tracia y nunca más regresaría a su polis. Pero demagogos como Cleofón insistían en continuar la guerra.

En el año 406 a. C., Conón, nuevo jefe militar de los áticos, se impuso al lacedemonio Calicrátides en las islas Arginusas. De nuevo los espartanos ofrecieron la paz, volviendo a oponerse la facción más belicista de Atenas. Para mayor desgracia de los atenienses, una tempestad hundió una parte de su flota y, además, el astuto Lisandro había vuelto a ser requerido para tomar el mando del ejército espartano. El lacedemonio se trasladó al Helesponto e interceptó las provisiones que desde allí eran enviadas a la capital del Ática. En esa misma zona, entre Tracia y Frigia, en las proximidades de Egospótamos, asestó un golpe terminal a los atenienses, en el verano del año 405 a. C., al capturar la mayor parte de su flota.

Era el final. Lisandro se dirigió a Atenas y la sitió. Después de un cerco de varios meses, desfallecidos, los atenienses capitularon en abril del año 404 a. C... Se le impusieron unas condiciones humillantes, entre las que figura el derribo de sus murallas, disolución de la Liga de Delos, colaborar a requerimiento de Esparta con la Liga del Peloponeso, que la flota no excediera un número de navíos que se le permitía poseer a partir del nuevo tratado… Pero en esta ocasión Atenas no estaba en condiciones de rechazarlas.

Atenas había perdido la guerra y todo honor nacional y supremacía en el mundo griego. Eclipsado su poder, se apaga el fulgor de la ciudad que fue emblema de la Grecia clásica, aportando un legado decisivo a la cultura universal. Tanto, que resulta difícil imaginar cómo sería nuestra civilización sin la época dorada de la polis ateniense. Esparta, en cambio, nada nos dejó.

Artículo escrito por Alberto Corral López

miércoles, 9 de marzo de 2011

SOBRE EL DECLIVE Y PERDIDA HEGEMONICA DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA, REPRESENTADA POR LOS HABSBURGOS



I.
Cuando surgió en clase, hace ya algunas fechas, la controversia sobre la presencia hispánica en los siglos XVII y XVIII como potencia de primer orden y magnitud basada en una hegemonía geopolítico-militar y económica, posiblemente se interpolaron conceptos que probablemente, en el escaso tiempo de interpelación, yo no supe establecer su diferenciación adecuadamente. Fueron tales como “imperio” y “hegemonía”. Sabemos que el primero deriva del latín IMPERIUM: summa imperii (mando supremo) y que venia adscrito a determinadas magistraturas romanas. Desconozco si, por razones de su sentido etimológico, derivó posteriormente en otra variante que se emplea en la Historia para atribuir y determinar la soberanía, el dominio, influencia y extensión territorial alcanzado y ejercido por un pueblo (principalmente por sus dirigentes) sobre otras naciones. Y es, también, en este caso, como sinónimo de supremacía y poder prevaleciente, que es aplicable el término hegemonía.  

No obstante, en cuanto a este segundo y último vocablo, proviene del griego: EGHESTHAI  (γεμονα). Esta palabra, entre los helenos significaba ser guía, ser jefe, estar al frente, comandar, el conductor. Con ello se designaba a la ciudad-estado que lideraba una confederación o liga, y para ello sirva el ejemplo de Atenas; polis que a su vez era una democracia y una talasocracia.

Si establezco estas diferenciaciones entre hegemonía e imperio es para resolver la posible confusión que, en algún momento de nuestra discrepancia de criterios, pudo intuirse. Me explico: Cuando exprese mi criterio de que los reinos  Hispánicos –Castilla en primer termino-, en los comienzos del siglo XVII entran en una progresiva espiral de decadencia y perdida hegemónica irrecuperable que se vislumbra claramente tras la Guerra de los Treinta Años y la Paz de los Pirineos, no pretendía aducir que la Monarquía Hispánica había perdido su potencial y su territorialidad imperialista. Muy al contrario. La hegemonía y el poder político internacional y decisorio frente a otras potencias y naciones se habían diluido. No obstante, la soberanía territorial, fraguada desde finales del siglo XV y durante todo el XVI en Europa y plazas del norte de África, pudo mantenerse en buena parte durante el transcurso del siglo XVII, siendo el “imperio colonial de las Indias” el que permaneció prácticamente integro hasta el siglo XIX. Por lo tanto, la denominación de “imperio” prevalecía y, sin embargo, el ejercicio de dirigir como primera e indiscutible potencia hegemónica el destino de Europa, ya no estaba en manos de los Habsburgos hispánicos; tampoco tuvieron ese privilegio la dinastía de los Borbones. Paradójico; pero no era la primera vez que se planteaba un caso similar en la historia. Como tampoco lo seria que la Francia de Luís XIV alcanzara la supremacía hegemónica de Europa sin que –al menos históricamente hablando- se le aplicara la mención o el apelativo de “imperio”, que si obtuvo en tiempos de Napoleón Bonaparte y Luís Napoleón III. 

También conviene resaltar la opinión de algunos académicos y facultativos –entre ellos Henry Kamen, Dr. por la Universidad de Oxford- que formulan una interpretación diferente sobre “Imperio Español”. Según el Dr. Kamen, los territorios bajo control hispano –se refiere en suelo europeo- formaban una confederación de principados cuya única unión era el vínculo de una misma figura real. Pero salvo el reconocimiento de esa conexión, no guardaban entre ellos leyes o instituciones comunes. Sus ciudadanías, incluyendo a la mayoría de las elites «no construyeron ningún sistema de creencias (“ideologías”) vinculado al imperio». Entiende, sin embargo, que «por fines prácticos sea más fácil utilizar la palabra imperio, término que ha subsistido en el vocabulario castellano, dado que se refería, y se refiere, a una conciencia real de poder». Otro insigne hispanista, el Prof. John H. Elliott, en su obra España y su Mundo (1500-1700),  Madrid, 2007, Pág. 27, expresa «Llamamos a uno de los grandes imperios de la historia mundial con el nombre de “el Imperio Español”, pero no era así como lo conocían los propios españoles. En los siglos XVI y XVII sólo había un imperio verdadero en el mundo occidental, el Sacro Imperio Romano, aunque otras Monarquías occidentales comenzaban a apropiarse del título de imperio para sus propósitos. Al quedar asegurado con Carlos I de España el título de Sacro Emperador Romano en 1519 (como Carlos V), no había en aquel momento posibilidad de que los españoles aceptaran formalmente la existencia de dos Imperios distintos, el Sacro Romano y el español; e incluso después de que el título imperial pasara en 1556 al hermano de Carlos, Fernando, en lugar de a su hijo, Felipe II, “el Imperio” continuó denotando para los españoles el Sacro Imperio Romano, las tierras alemanas…».

Y para concluir este apartado, me atrevo a afirmar que, la muchas veces definida “imperial” Castilla –España, según la difusión y el tratamiento de nación que albergaban en su pensamiento muchos cronistas de la época- no ostento, en modo alguno, la titularidad de IMPERIO: Sacro Imperio Romano Castellano. Diferente es el privilegio que se otorgaba e hizo gala el pueblo en general, al reconocerse súbditos de su Gloriosa y Católica Majestad, el rey Carlos I, que seria proclamado emperador en 1519, tras vencer en la pugna mantenida con Francisco I de Francia y doblegar la resistencia de algunos electores y príncipes alemanes opositores a su nombramiento. En su propósito, Carlos de Habsburgo no dudó en firmar un tratado con Génova que perjudicaba el control comercial que mantenía Catalunya y, concretamente, Barcelona con Sicilia e hipotecar los intereses mercantiles y económicos del Principado, pese a ser Rey Aragón y Conde de Barcelona. Y volviendo al tema central, la cuestión es obvia en función de las fuentes existentes que indican claramente que en la Europa medieval y Moderna, únicamente existía una unidad que tenia atribuida esa denominación de imperium, y eran aquellos territorios, principados y reinos que, geopolíticamente, componían y/o formaban parte del Sacro Imperio Germánico Romano, resurgido de las cenizas del carolingio, en tiempo de los otones. La principal razón de su existencia era la salvaguarda de la cristiandad contra cualquier peligro exterior, arbitrar entre los reinos cristianos, hacer respetar las consignas dictadas por el Papa, ayudar a propagar y extender la “única fe verdadera” depositada por Cristo y los evangelios en el Papa… En realidad el factor fundamental que impulsó la formación secular del Imperio Romano de Occidente bajo la dirección condicional del obispo de Roma, fue contrarrestar los atributos del que se hacia envestir Imperio de Oriente o bizantino para proclamarse como el único heredero del extinguido IN-VICTUS IMPERUM ROMANUM; una manera de presentar al pontífice de la cũria Roma como el autentico representante universal del cristianismo.
 


II.
Y tras esta resumida exposición, la pregunta es ¿por qué se llegó a esa situación de progresivo hundimiento de la supremacía, después de una centuria de apogeo imperialista hispano y de control geopolítico-militar, económico y cultural-ideológico en el mundo? La respuesta adquiere un rango de complejidad por el número de circunstancias que contribuyeron a esta decadencia:

a)        Desde el siglo XV el predominio de Castilla sobresalía en la península Ibérica sobre los otros reinos hispánicos. Sin embargo, las diferencias institucionales y los intereses y prioridades muchas veces contrapuestos entre soberanías, los hacia distanciados e inconmovibles a las prerrogativas e iniciativas, cualesquiera que fueran, de una monarquía –la de los Habsburgo- que, habiendo querido imponer un orden absolutamente centralista, nunca supo yuxtaponer los elementos peculiares y fundamentales de cada uno de sus reinos.

b)        Los gastos colosales y dispendios en recursos humanos, económicos y materiales derrochados primero por Carlos I para consolidar su posición en Europa y obtener la titularidad del Sacro Imperio Germánico Romano, unido al desgaste con sus beligerantes enfrentamientos a los príncipes alemanes; y Felipe II después, que, en su propósito de mantenerse como el “príncipe” más insigne defensor de la cristiandad y en campeón indiscutible de la Fe Católica, sobrepasara los recursos disponibles en Castilla y la aportación de sus otros reinos, al sufragar la mayoría de los costos de campañas y empresas como Lepanto, la “Armada Invencible”, la guerra con las Provincias Unidas y, también, su constreñida actitud por el sostenimiento y mantenimiento de los inamovibles preceptos y exponentes ideológicos y materiales de la Iglesia Católica.

c)        La intransigente actitud adoptada por los Habsburgo frente a la Reforma -promovida por el rechazo luterano  en octubre de 1517, con sus noventa y cinco tesis, a la practica de indulgencia y bulas- y sus máximos representantes, Lutero y Calvino y otros como Bucero y Zwinglio (sin olvidar al que tal vez fue el precursor Juan Huss). En toda la Europa central y del norte se aprestaron a discutir las nuevas programáticas ofrecidas en la reforma y sus aplicaciones a diferentes estadios ecuménicos, sociales, políticos y otros. El rey de las Españas sólo se planteó combatirlas. 

d)        La fragmentación territorial de los dominios bajo soberanía de los Habsburgo. La disgregación en Europa de esas posesiones, complicaría especialmente la comunicación, el intercambio comercial, la reciproca interrelación en materia y sensibilidades culturales y, concretamente, una adecuada y eficaz defensa con respuestas inmediatas contra el agresor o invasor.

e)        La inoperancia política y la ineficacia en asuntos diplomáticos de los sucesivos monarcas de la dinastía habsburga. El lastre de las imprudencias y corrupciones de los validos (Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma; Cristóbal de Sandoval, duque de Uceda; Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de olivares y duque de Sanlúcar, más conocido como conde-duque de Olivares… Luís de Haro). Un elevado endeudamiento de las arcas reales. Invariable mantenimiento de la dura actitud frente a las otras confesiones cristianas, distanciadas del dogmatismo católico.

f)           La reducción potencial de ingresos y momentos de importantes crisis económicas agudizadas por descensos de la capacidad comercial con las colonias y Europa. Épocas de epidemias que mermaban la población. La entrada en recesión de la demografía peninsular y el decreto de expulsión de los moriscos que acrecentó la despoblación y causo ruina y desertización en territorios como el reino de Valencia.

g)        La carencia natural en los Habsburgo de proyección y perspectiva sobre el futuro, les impidió promover una empresa destinada a la construcción de una flota armada acorde con su nexo geográfico además de concordante con sus intereses estratégicos y comerciales con los territorios de ultramar. Una marina de guerra que se hubiera alzado con la soberanía indiscutible de los mares, impidiendo que ese potencial lo alcanzaran, años después, ingleses y holandeses. Todos ellos prefirieron contratar los servicios de genoveses y venecianos para sus incursiones mediterráneas.     

h)        El auge como potencia marítima de Holanda que, junto a Inglaterra, llegara a controlar una parte importante de las vías de navegación en el Atlántico y de su comercio, ejerciendo su presión sobre la marina hispánica y los puertos y enclaves de las Indias (Ej.: Pernambuco, al norte de Brasil).       
   
i)           El enorme desgaste y fracaso que supuso la participación en la Guerra de los Treinta Años, que propició a la Francia de Richelieu, Mazarino y el joven Luís XIV argumentos políticos para iniciar una contienda bélica directamente con la Monarquía Hispánica (1635). Westfalia: en los tratados del mismo nombre de 1648, para los Habsburgo hispanos significaba reconocer, con la firma protocolaría en Münster, la independencia de las Provincias Unidas y la pérdida de diversas plazas flamencas. Pero la guerra con Francia continuó hasta los acuerdos alcanzados tras la Paz de los Pirineos, en 1659, que supuso la cesión permanente a Luís XIV de los territorios en la Catalunya Norte de la alta Cerdanya y el Rosselló, Artois y algunas plazas de Flandes: Hainaut y Luxemburgo.

j)           Las revueltas y movimientos alcistas en el interior de la península: Catalunya, Portugal, Andalucía y, fuera de ella, Nápoles. Pusieron de manifiesto la torpe y obcecada política de Olivares con su pertinacia en liquidar las aduanas interiores, los llamados “puertos secos”, e imponer su proyecto conocido con en nombre de “Unión de Armas”, que representaba la pretensión de instaurar unas obligaciones a cada uno de los reinos hispanos imponiéndoles una aportación mayor de contingentes humanos reclutados y asumir la total financiación de la leva. En definitiva, fundir las coronas en una sola, revistiendo de exclusiva autenticidad a  la de Castilla. No se reparó en las singularidades, ni en el distintivo y atributo de soberanía que diferenciaba a esos reinos, y que el esfuerzo material y crematístico no estaba a su alcance. Muchos de los grandes de Castilla también mostraron su malestar ante las continuas peticiones de donaciones a la corona. La oposición acaba en levantamientos y revueltas (1640) con Catalunya y Portugal a la cabeza. Para la segunda supondrá la emancipación total y permanente de los Austrias.    

k)        Una carga contributiva en aportación de contingentes humanos y coste monetario fruto de la intervención y/o participación en los conflictos bélicos europeos y las revueltas en los reinos hispánicos durante toda la primera mitad del siglo XVII y en buena parte de la segunda. En 1627 se declaró una banca rota en la hacienda de Felipe IV debido a la falta de liquidez para seguir devolviendo los créditos solicitados a los asentistas.

l)           Las esperanzas en un heredero inteligente, hábil y sagaz reconductor de la situación, con formación y preparación, vigoroso… truncadas. El último de los Habsburgo resultó ser una persona de salud quebradiza y limitado coeficiente intelectual; ambos inductores de su fragilidad y desorientación psicológica. 


III.
Siempre cuando se habla del gran “Imperio Español”, parece insinuarse que fue la construcción de un poderoso e indiscutible estado homogéneo, el resultado de una empresa propiciada por insignes mandatarios y lideres pertinaces, armados de ideales, incisivos y voluntariosos en extender la riqueza cultural de Occidente y dispuestos a aceptar las reformas de muchos dogmatismos institucionalizados en el transcurso de la Alta y Baja Edad Media.

Sin menoscabo de que la hegemonía hispánica es un hecho incuestionable y de que Castilla, en primicia, alcanzó un puesto de indiscutible prestigio cultural gracias a una ingente variedad de intelectuales y artistas que incrementaron el valor artístico y literario del Renacimiento y del Barroco, es pertinente añadir que el poderío y supremacía alcanzado por los reinos hispanos, desde finales del siglo XV y principios del XVI, parte de dos acontecimiento fundamentales: el primero refiere las iniciativas y formalización de enlaces matrimoniales que los Reyes Católicos establecieron con otras casas reales, que complementaron sus proyectos y disposiciones en política exterior. Posiblemente la coyuntura y los imperativos de una Europa que iniciaba un nuevo periodo dimensional y una etapa rompedora con el pensamiento medieval, contribuyeron a unos resultados más significativos de los esperados. El segundo lo compondría el “descubrimiento” de las Indias (América) y el establecimiento y explotación de los recursos disponibles en esa zona del Planeta. Se emprendió una conquista y sometimiento de los pueblos indígenas que, mayoritariamente, la encabezaron aventureros que actuaron en nombre de la Corona de Castilla con un ambicioso afán de riqueza y protagonismo. 

Para reafirmar el primer punto, solamente es necesario examinar la composición de la herencia acumulada por Carlos Habsburgo y Trastámara como único legatario de los reinos, principados y señoríos de sus abuelos y de la madre.

Ø  De su abuelo paterno Maximiliano I de Austria y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico:
-El Archiducado de Austria, Estiria, Carintia, Carniola, el Tirol…
Ø  De su abuela paterna María de Borgoña:
-El Ducado de Borgoña (Franco Condado, Charoláis, Nevers, Mâconnais…), Los Países Bajos (Bélgica, Holanda, Luxemburgo).
Ø  De su abuelo materno Ferran II de Aragón:
-La Corona Catalano-aragonesa y demás territorios componentes de la corona como Baleares,   
 Valencia, Cerdeña, Nápoles-Sicilia.
Ø  De su abuela materna Isabel I de Castilla:
-La Corona de Castilla, Reino de Granada, Navarra y el naciente imperio de ultramar. 

Tenía hermanos pero él era el primogénito, lo cual no impidió que se entablara una pugna en la que estuvieron implicados sus abuelos Maximiliano y Ferran, imponiéndose al final quienes se inclinaron por Carlos como único heredero a las coronas de todos sus ascendientes. Sin embargo, es posible presuponer que si Joan, hijo de Ferran II de Aragón  y Germana de Foix, hubiera sobrevivido a sus padres o, bien, Catalina -hija de los Reyes Católicos- casada, en 1502, con Arturo, príncipe de Gales y, en 1509, desposada en segundas nupcias con Enrique VIII de Inglaterra, hubieran engendrado algún varón, el desarrollo de los acontecimientos habrían propiciado otro final.

Carlos había nacido en Gante, en 1500 y toda su infancia transcurrió en Flandes, donde recibió toda su formación y educación. En 1516 muere su abuelo Ferran el Católico, y accede al trono de las Españas, regentadas por el Cardenal Cisneros (Castilla) y por Alfonso, arzobispo de Zaragoza (Catalunya-Aragón), puesto que su madre Juana había sido incapacitada para el gobierno de los Reinos Peninsulares; además, las leyes que regía en el reino de Aragón, no permitían a las mujeres ceñir la corona real y acometer la dirección efectiva del trono. Era, pues, una persona que desconocía la lengua y costumbres de sus nuevos súbditos. Tampoco esta informado de los entresijos de la política, del funcionamiento de las instituciones, de las prerrogativas de la corte y los enfrentamientos, en Castilla, entre sus grandes hidalgos y alta nobleza con las ciudades. Carlos, que llegó rodeado de sus cortesanos, consejeros y diplomáticos flamencos, muy pronto encontró una considerable oposición a sus pretensiones e iniciativas, apareciendo en el entramado hispano los movimientos y revueltas que desembocaron en la Guerra de las Comunidades de Castilla (1520-1522) y la sublevación de las Germanías de Valencia (1519-1523). También tuvo que afrontar el duelo con Francisco I de Francia que, durante la mayor parte del reinado de ambos, le disputaría la corona Imperial y la adjudicación y/o posesión de diversos territorios en Flandes e Italia. Otro conflicto de preeminente magnitud que exigió toda su atención y esfuerzo hasta el momento de su abdicación, los representó tras proclamarse emperador y en los inicio del reformismo luterano, las constantes beligerancias con los príncipes alemanes que, después de la Dieta de Works (1521), se alejan de la autoridad religiosa atribuida al papa y rechazaban su infalibilidad, formulando su adhesión a la Reforma luterana y creando, posteriormente, la Liga de Smalkalda; esta sería casi fulminada tras la victoria de Carlos V en Mülberg. Pero volvería a resurgir y a empañar ese éxito imperial con el triunfo obtenido por los príncipes insumisos en la batalla de Innsbruck.

 Pero, además, debió emprender otras operaciones y acciones para detener la expansión turca en la Europa oriental y central que alcanzara las puertas de Viena; reafirmar su presencia y hegemonía en Italia; frenar las violentas incursiones y saqueos del pirata Khaïr-Eddin (Barbarroja) que realizaba, desde su base en Túnez, por todo el Mediterráneo occidental; resolver sus diferencias políticas y atribuciones de poder con el Papa; negociar las prestaciones financieras con los banqueros alemanes Fugger y Welser o con los genoveses Spinola, Grimaldi, Gentile, Lomelin… Fue un amplio andamiaje de conflictos de poder y políticos, de revolución de los dogmas de fe, de enormes dificultades para organizar y gobernar unos reinos que nada guardaban en común… Carlos pudo finalmente consolidarse como el soberano más poderoso de su tiempo. Sin embargo, sus acciones e iniciativas políticas no siempre resultaron suficientemente eficaces y contundentes para resolver de forma definitiva todas las dificultades, obstáculos y crisis afrontadas fuere en el terreno diplomático o en el militar. Ejemplos como la batalla de Pavía, tras la cual no supo doblegar definitivamente a Francisco I, que siguió hostigándole; tampoco consiguió pacificar definitivamente el Imperio, y ni su diplomacia en las  dietas de Spira (1529) y de Aubsburgo (1530) o sus campañas militares pudieron resolver las diferencias político-ideológicas en las que se encontraba inmersa toda Alemania y otros estados del Imperio. 

En 1556, enfermo y anímicamente exhausto para seguir soportando la cargas de un gobierno que debía dictar y acometer todas las estrategias políticas europeas y planificar las directrices burocráticas y de soberanía sobre todas  las regiones y colonias del Nuevo Mundo incorporados a Castilla, abdicó de todas sus coronas a favor de su hijo Felipe y de su hermano Fernando. El segundo obtendría todos los territorios de los Habsburgo en Austria y Alemania y la cesión de la corona imperial. Felipe ceñiría todas las otras coronas de su padre. Y, aquí, se abre un debate entre aquellos que consideran un error político e histórico la división que Carlos V hizo de sus posesiones, y cuantos defienden que fue uno de sus más importantes aciertos. La controversia ha deparado muchos análisis de historiadores y especialistas de esa época. Particularmente me inclino –con todas las reservas que es adecuado adoptar en un asunto como este- a favor de quienes interpretan aquella decisión atinada y prudente.

Felipe II –definido en ocasiones como el “rey Prudente”- se caracterizo como un monarca excesivamente celoso con su religiosidad y abnegación a los principios católicos. Toda la custodia del fervor en la doctrina impuesta desde Roma que debía recaer en el emperador, la asumió él con todas sus consecuencias. No dudo en enfrentarse a la hereje Inglaterra de Isabel I, apoyar a los católicos franceses contra los hugotones en lugar de aprovechar el descalabro interno de Francia. Con los Países Bajos, inmersos en las reformas luteranas y deseosos de mayor autonomía, mantuvo una postura inflexible (el duque Alba Fue una muestra), desoyendo a cuantos le aconsejaban empleara la diplomacia y no las armas. No obstante, como rey de las Españas y de su Imperio de ultramar, fue, sin duda, el monarca más poderoso de su tiempo. Sus comandantes obtuvieron importantes victorias militares -más resonantes que efectivas- como San Quintín, Lepanto; amplió las colonias de las Indias al incorporar las Islas Filipinas; consiguió ser coronado rey de Portugal al estar vinculado por vía materna con el linaje lusitano de los Avís, lo cual suponía que, por vez primera, todos los Reinos Hispánicos dependieran de un solo monarca. La extensión de sus dominios era la mayor conocida en la historia. Sin embargo, el oro y la plata procedente de las Indias occidentales no bastaron para evitar el endeudamiento financiero del estado y el aumento de la indigencia entre la población hispánica.

Con todo, es innegable que es en 1598, año en el que muere Felipe II, donde debe colocarse el punto de inflexión de la hegemonía “universal” de los Habsburgo hispanos; a partir de esa fecha comienza el desmoronamiento imparable de la supremacía de los Austrias en el mundo. Una presencia descollante en Europa que fue iniciada por los Reyes Católicos -principalmente Ferran II de Catalunya-Aragón-, desde sus diferenciadas posiciones y reinos. Con los llamados Austrias Menores  (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), la política indisoluble y aferrada a los principios dogmáticos consagrados por la Iglesia Católica y a los protocolos y acuerdos formalizados en el Concilio de Trento o por instancias de la Contrarreforma, permanecerá inamovible. De esta forma, los Reinos Hispánicos no se favorecerán de las variantes e innovaciones que aportaría el movimiento de las confesiones protestantes. Este sentido pertinaz en la fe católica tradicional chocara con el pensamiento pragmatismo demostrado en otros lugares de Europa, por jerarcas y dignatarios como Enrique IV de Francia («Paris bien vale una misa»), Richelieu, Mazarino y, con anterioridad, el mismísimo Francisco I de Francia.


Comienza la «agonía»
Habría que consignar que –según afirmaciones especializadas- al comienzo de su reinado, Felipe III demostró ciertas aptitudes para el gobierno y dotes de solvencia. Una posible demostración son sus iniciativas para alcanzar una paz duradera con Inglaterra que, desde el advenimiento al trono de Isabel I, figuraba entre los enemigos destacados de los Austrias; así se llegó a la firmar de la Paz de Londres de 1604: Jacobo I renunciaba a seguir apoyando a los “rebeldes” de las Provincias Unidas y, en contrapartida se estipulo un libre comercio que beneficiaba fundamentalmente a los ingleses. Este acuerdo produjo algún vuelco favorable en la dilatada guerra contra los protestantes de los Países Bajos. Pero las pérdidas humanas, el endémico agotamiento, la falta de recursos materiales, las carencias de avituallamiento y el critico estado financiero de ambos contendientes propició la negociación de una tregua que se firmó en 1609, y es conocida como Tregua de los Doce Años.   

En cambio, en el transcurso de su reinado, Felipe III dejó patente que su presunta gran capacidad de gobernante era un espejismo o, bien, que algún acontecimiento personal truncase sus cualidades de estadista comprometido y diligente. Por una u otra circunstancia, el monarca comenzó un retiro progresivo de los asuntos fundamentales de estado, depositando todos ellos en una persona de su confianza a la que, previamente, había facultado con plenos poderes; era el comienzo del valimiento, una decisión real sin precedentes. Tampoco estuvo acertado al decretar la expulsión de los moriscos, cuya salida de la Península perjudico la agricultura y la economía artesanal de diversas zonas y regiones y afectó gravemente la demografía peninsular, bastante decadente y/o regresiva, en varios territorios. Se calcula que entre 1609 y 1614 la cifra de expulsados alcanzó o superó los 275.000 moriscos, que en aquel entonces, suponía un 4% de la población hispánica. Otros factores negativos de su reinado fueron la apertura de nuevos frentes bélicos, en el norte de Italia contra su cuñado Carlos Manuel I de Saboya, y en el Mediterráneo con el propósito de liberarlo de la piratería berberisca. El primero finalizó en 1617 con la Paz de Pavía y acercó el futuro del ducado de Saboya a Francia, en el segundo se tomaron o conquistaron varias plazas en el norte de África y se intento el acoso de los piratas en sus propios reductos, pero los resultados finales no fueron tan contundentes y efectivos como se esperaba y los berberiscos continuaron siendo un azote en el Mare Nostrum. Felipe III, en ambos casos, demostró su falta de ingenio y capacidad para elaborar estrategias alternativas al recurso de las armas. Mientras ingleses y holandeses se afanaban en proporcionar recursos a los piratas berberiscos para que acentuaran el desgaste potencial de los Habsburgo, el rey de las Españas consideraba que únicamente el empleo de las armas erradicaría la piratería del Mediterráneo. La íntima adhesión de Felipe III a los dictados de Roma también influía en sus decisiones, tanto como para no negociar directamente con los infieles berberiscos otras posibles soluciones.                   

Es conveniente subrayar que desde los inicios de la Edad Moderna en Europa comienza una agitación violenta o belicista que afectara a la mayoría de sus estados y reinos; no importa si las convulsiones son internas o son causa de un conflicto interestatal, pues lo verdaderamente fundamental es que este Continente –a punto de alcanzar su total proyección en el mundo- se debatirá en un continuo sobresalto de crisis identitaria e ideologías sacramentales, de ambiciones imperialistas y hegemónicas, de respuestas beligerantes y contrarespuestas belicistas, de alianzas, pactos y acuerdos incumplidos, del establecimiento e institucionalización de las monarquías absolutas… Un estado de agitaciones  cuyos conflictos en su mayoría intentarían resolverse mediante el empleo de las armas. Y tan destructivas y devastadoras fueron estas guerras que asolaron Europa que durante los siglos XVI y XVII la población de extensas zonas del Continente tuvo un crecimiento “cero”, y en otras apenas lo sobrepasaría. Los ánimos fueron sosegándose y las estrategias, las nuevas sinergias empleadas en la diplomacia, el afianzamiento de las rutas comerciales y dominio de los mercados de ultramar, la búsqueda de nuevos emplazamientos en territorios transoceánicos y, finalmente, la progresiva entrada en escena de Rusia o la silenciosa, pero al vez fulgurante, aparición del jovencísimo reino de Prusia,  modificaron los códigos de conducta entre las principales monarquías europeas. Por tanto, la llegada del siglo XVIII contribuyó a ralentizar el clima hostil y explosivo de las dos centurias anteriores. Al propio tiempo, con la etapa del  dieciocho, nacía una época que con todo merecimiento, la Historia a querido distinguir y que se conozca con el apelativo de «Siglo de las Luces»; en ella se establecerían las bases ideológicas, científicas, filosóficas e intelectuales que promovería un cambio histórico en el pensamiento y comportamiento humano y un revulsivo para el desmantelamiento del sistema de clases sociales y rangos estamentales acogida por las monarquías absolutas. 

Así transcurro la mayor parte de los tiempos Modernos en Europa, entre rivalidades, rebeldías, pugnas,  resistencias y confrontaciones en su versión más belicosa. No obstante, todos los grandes estados y monarquías se impusieron la firma de pactos, treguas y acuerdos de paz con el fin de reponer fuerzas, curar sus heridas, recuperar el estado lamentable de sus haciendas y buscar nuevos recursos y refuerzos para emprender una nueva contienda o reiniciar alguna anterior. Es lo que hicieron países como Francia, Inglaterra, las Provincias Unidas y la mayoría de príncipes alemanes. En cambio, durante la monarquía de los Habsburgo –dejando aparte el reinado de Felipe II- son muy escasos los interruptus a los que se acogieron para revitalizar sus recursos humanos, materiales y económicos. Posiblemente para Carlos V, la compleja diversidad política, cultural, identitaria y a consecuencia de intereses divergentes de sus reinos y posesiones, le fuera imposible establecer un acuerdo para el conjunto de todos ellos que detuviera o minimizara las hostilidades que le enfrentaban a sus adversarios y enemigos. Pero esta misma dinámica no es aplicable en el caso de Felipe III ni tampoco en el de su hijo y sucesor. Y acerca del primero ya he establecido algunas puntualizaciones anteriormente, y se evidencia –después de consultar las fuentes, la historiografía y pruebas documentales- como este Habsburgo español cerraba un frente e inmediatamente volcaba todos los agónicos recursos y reservas de una exhausta Castilla, y los aportados por otros reinos, en una nueva contienda o en involucrarse más activamente en campañas militares desaforadas prolongadas en el tiempo.

En 1621 un muchacho de dieciséis años heredaba todas las coronas que integraban la Monarquía de los Habsburgo  hispánicos en Europa junto a los nuevos territorios transoceánicos adscritos a Portugal y Castilla, además de los dominios y asentamientos africanos. Su padre había muerto en marzo de aquel mismo año, y se le coronaría como Felipe IV. Su entronización estuvo acompañada del ascenso de los valimientos  Baltasar de Zúñiga y de su sobrino Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor; ambos se arrogaron la misión de restaurar Castilla y rehacer la grandeza monárquica en la persona del nuevo rey. En este sentido, quien más ferviente empeño puso fue –aquel que simboliza una decadente caricatura del cardenal Richelieu- el conde-duque de Olivares, con su Gran Memorial. Y debido a este quijotesco intento de impulsar la figura del monarca al rango de Princeps que debía dirigir el despliegue y auge  de la cristianización por todo el Planeta, también se conoce a Felipe IV por el sobrenombre del “Rey Planeta”. Fue el Austria que más años reino y, como ocurre con su padre, la historiográfica moderna trata de exponer las luces y sombras del personaje en cuestión, analizando con el mayor rigor todo el contexto que le envolvió, los varones, políticos y agregados que le asistieron y secundaron; el formato intelectual cortesano y popular imperante principalmente en la Castilla de aquel tiempo; el intenso clima de hostilidad y convulsiones que agitaban Europa… Y hasta que punto su talento y/o talante estaban capacitados para afrontar los compromisos o fue una marioneta en manos de sus validos. Si parece existir unanimidad en su intensa promiscuidad y sus inclinaciones taumaturgias por su extremado temor escatológico.    

Cuando accedió al trono Felipe IV, la Guerra de los Treinta Años ya había comenzado (26 de mayo de 1618, Defenestración de Praga). La intervención de su padre en los inicios del conflicto, no habían comprometido todavía intensa o gravemente los intereses y recursos de la Corona. Felipe III atendió a la petición de ayuda de sus parientes, los emperadores Matías I y Fernando II, enviándoles avituallamientos y logística militar; un cuerpo selecto de los tercios  hispánicos participaría en la batalla de la Montaña Blanca y, con las acciones sobre Alsacia y Palatinado, se reforzaba el llamado “Camino Español” esencial para la intendencia militar de los Habsburgo. Por su parte el duque de Feria ocupaba el valle de la Valtelina, en la actual Suiza. Con estos éxitos concluiría la primera parte de esta confrontación bélica denominada el “Periodo Palatino” (1618-1623). Es conveniente puntualizar que los tres primeros periodos de esta contienda fueron favorables para los Austrias. Sin embargo, el cuarto conocido como “Periodo Frances” -que se inicia en 1635 y para los Reinos Hispánicos no concluiría hasta después de Paz de los Pirineos, en el año 1659-  tendrá consecuencias desastrosas e irreparables que conducen al final sin paliativos de la hegemonía hispánica en el contexto europeo. El primer revés serio para el rey de las Españas tiene lugar en la batalla naval de las Dunas (1639), en la que  una gran parte de su armada fue destruida. Pero el punto culminante de esa caída se hace tangible tras el descalabro sufrido en la batalla de Rocroi (1643).

La obsesiva, a la vez que pretenciosa, creencia de Felipe IV de que debía terminar con los protestantes en todos los territorios de Flandes y Países Bajos le alentó a iniciar en 1621 nuevamente las hostilidades. Había fallecido sin descendencia el archiduque Alberto y los derechos de soberanía volvían a recaer en la rama hispánica en los Habsburgo, pero una parte de la sociedad flamenca encabezada por los protestantes holandeses no deseaba volver a un gobierno conducido por los Austrias. Las alternativas belicistas entre los dos contendientes fue una constante, pero la situación finalmente se inclinaría del lado holandés al contar con el apoyo francés y la colaboración sueca que se afianzaba en otros frentes, amenazando a diversos territorios y estados católicos del Imperio, y en los que las armas castellanas también estaban involucradas. Nunca antes de la Guerra de los Treinta Años la dinastía de los Habsburgo habían levantado tanto recelos, desconfianza, hostilidad e inquina. De todos sus representantes, Felipe IV seria el que conseguiría alinear más frentes de oponentes y coaliciones dispuestas a combatirle. Lo cual demuestra la escasa viabilidad de su diplomacia y la de sus hombres de confianza y la nula capacidad negociadora en momentos cruciales.              

Los Habsburgo, que desde su llegada a la Península siempre habían gobernado de forma centralizada y actuado a partir de Castilla, no parece que se tomaran en serio la configuración de una política institucional que aglutinase y fortaleciese los vínculos entre los diversos Reinos peninsulares y agrupara en torno a la figura real los intereses de todos ellos. Para los Austrias todo se iniciaba y finalizaba en Castilla y los esfuerzos que realizaron en diferentes etapas, únicamente estuvieron encaminados a castellanizar las instituciones de los otros reinos, a reducir el auge de una clase social integrada por comerciantes burgueses –un ejemplo seria el principado de catalunya- que gozaban de representación y voz en todos los estamentos públicos y organismos institucionales, en su afán de reformar o suprimir toda entidad ejecutiva y/o magistrada que frenara o parcelara el poder real y en la persistencia por crear y gestionar una hacienda única que aumentara la recaudación de la corona. La situación alcanzó su punto culminante durante el reinado de Felipe IV y, concretamente, con las reformas pretendidas por el conde-duque de Olivares. Las revueltas y alzamientos incendiaron gran parte de la Península. El Reino de Portugal se sublevó; parte de la población de Catalunya se alzó en rebelión (guerra dels Segadors), siguiendo su ejemplo otras zonas del Reino de Aragón, de  Valencia y Andalucía también se insubordinaron contra las maniobras políticas de Gaspar de Guzmán y su intención de imponer unas reglas que suprimían o minimizaban las que regían las instituciones soberanas y las vidas en esos Reinos, territorios y principados. Estas guerras internas tendrían un alto costo para el monarca Habsburgo y el precio más elevado seria la perdida de Portugal en donde, el 1 de diciembre de 1640, seria proclamado nuevo rey don Juan de Braganza –que alegaba disponer de derechos dinásticos- con el nombre de Juan IV. Con todos los efectivos militares y logísticos disponibles, destinados a la defensa y acción en los numerosos frentes de guerra abiertos en Europa y en la Península, a Felipe IV no le quedaban recursos para iniciar una campaña tendente a recuperar la soberanía de Portugal. Sólo a partir de 1660, el monarca Habsburgo dispuso de activos para intervenir en territorio luso. Pero la Guerra de Restauración, como se conoce en Portugal, no fue propicia a los intereses de los Austrias. Las derrotas castellanas en las batallas de Castelo Rodrigo (1664) y Villaviciosa (1665) decidieron el resultado del conflicto. En febrero de 1668, la viuda de Felipe IV, Mariana de Austria, firmaba el Tratado de Lisboa; de esta forma, Portugal definitivamente se convertía en un reino independiente y soberano para decidir su futuro.


En el principio del fin, el ocaso

El 17 de septiembre de 1665, fallecía Felipe IV; su heredero y sucesor todavía no había cumplido los cuatro años. Aquel que seria proclamado rey como Carlos II, era un varón producto de la endogamia familiar, una practica habitual de la época en todas las casas reales europeas. Su madre, Mariana de Austria, no sólo era la esposa viuda de Felipe IV sino, también, su sobrina. Durante su matrimonio vería nacer y morir a varios de sus hijos poco tiempo después del parto. Carlos sería la excepción, pero es indudable que superar ese trágico destino de sus hermanos no significó su inmunidad frente a un conjunto de patologías y estigmas congénitos. Dolencias crónicas que le acompañarían hasta el final de sus días y que serían la causa primera de sus deficiencias mentales y la precaria salud, de su físico atrofiado, de un semblante extenuado e inerte, y de otras afecciones endémicas que padecería. Indeleble, las fuentes también nos hablan de las limitaciones motrices, la degradación progresiva de su anatomía, de sus frecuentes cambios de humor… Comenzó a andar próximo a los cuatro años y cumplidos los nueve se evidenciaban sus graves dificultades para leer y escribir. Esta imprevista transgresión que en ocasiones altera el orden de las leyes biológicas, convertiría al personaje en cuestión, para diversos y determinados historiadores interesados, en el ‘cuerpo del delito’ y  principal causante de toda la gran debacle y ruina del «glorioso y virtuoso Imperio Español» (y es obligada hacer esta improvisación, pues así era la formula de conjugar nombre y adjetivos de esos brillantes eruditos). El Austria sería el centro de atención para explicar, con gran alarde pragmático, la raíz del declive y ocaso de la supremacía española; todo ello, claro esta, ampliado por rigurosos análisis y experimentados estudios que desentrañaban los espurios objetivos promovidos por los permanentes enemigos irreconciliables con la «grandeza hispánica», e instigadores del  contubernio judeo-masónico-cismático que se forjo contra España en los siglos XVII y XVIII, buscando la completa destrucción de la Hispanidad. Así enseñaban historia en los colegios e institutos en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. Hoy, sin embargo, sabemos que aquellos distinguidos licenciados en ciencias de la historia, divulgaban efemérides y testimonios según los dictados exigidos por la doctrina del nacional-catolicismo, que felizmente encontró el alivio de un responsable único del declive de la supremacía de su sacrosanta España. Se eludía otras valoraciones más significativas, y entrar en análisis y deducciones historiográficas de mayor calado y envergadura, que obligaran a un debate comprometedor para los postulados doctrinarios del Integrismo, durante el último periodo dictatorial.  

Sencillamente, considero que la persona histórica de Carlos II no se merecía ese trato de chivo expiatorio que durante años se le aplicó. Y me remito a las razones expuestas anteriormente, que le convirtieron en una lamentable victima indefensa de sus propias dolencias fisiológicas y deficiencias psíquicas. Conocido con el nada indulgente apelativo de el “hechizado”, con el que a muchos, en la escuela, nos hacían memorizar al personaje, no se reparaba que ese apodo no tenia un significado exclusivamente peyorativo con el personaje a causas de sus muchas patologías congénitas. En su tiempo ya se le conoció con este sobrenombre; y dicho calificativo, en parte, se debió a la creencia de que todos sus males provenían de algún posible embrujamiento o posesión demoníaca, y la cual era motivo de su incapacidad para generar descendencia. Se le sometió a diversos exorcismos –el clérigo fray Mauro Tenda seria quien los realizará- y a otros ritos para erradicar el maleficio. El fracaso abrumador a tanto despropósito, supuso la caída en desgracia del mencionado fraile.        
      
Por lo tanto, la Historia –en su forma más intrínseca- no es ecléctica ni critica, quien establece ese baremo de máxima objetividad es el análisis preciso y ecuánime de las fuentes y los documentos historiográficos y, siguiendo en importancia, los propios eruditos e historiadores que han de asumir con rigor y seriedad la elaboración sus argumentos infundiendo y estableciendo credibilidad y autenticidad al perfil histórico de un personaje, al conjunto de los acontecimientos examinados, al decurso de toda una época, etc.

En el momento actual los adictos a la Historia y sus eruditos, son más flexibles y coherentes con la persona de Carlos II y las circunstancias que le rodearon, llegando a reconocerse en el personaje ciertos esfuerzos, al margen de su vulnerabilidad e inconstancia, por mostrarse como un verdadero rey. Este factor constituye una variante positiva sobre su figura que conmina a no denostarlo impunemente y tratar de establecer un juicio más coherente y desapasionado sobre él.

En los términos auténticos de los vocablos reinar, gobernar, Carlos nunca lo hizo. Primero su madre, que asumió la regencia y, tiempo después, el hermanastro del monarca, Juan José de Austria –que, hasta donde llegan las fuentes documentales, se sabe que intento postular sus derechos familiares al trono- y los validos que le sucedieron, fueron quienes dictaron las directrices de gobierno. Por su parte, la aristocracia y alta nobleza no permanecieron ajenos a los delicados momentos que vivía la dinastía de los Habsburgo y, entendiendo que era una oportunidad para asumir más poder político a costa de la monarquía, intensificaron la presión sobre la corona y el gobierno; contaron con un aliado imprevisto, la Iglesia, pretensora en obtener una mayor amplitud de rentas de sus vienes y amortizaciones. Fue un momento clave para la monarquía que tuvo que ceder a ciertos privilegios demandados por la nobleza, y negociar sus exigencias de participación en los asuntos políticos y/o de estado. Y, no obstante, sin lograr invertir la delicada y comprometida situación que vive la monarquía, es notorio que al final de la primera etapa del reinado del último de los Austria, comienza a percibirse una mejoría de la situación financiero-económica; una reducción epidemiológica gracias a un control más exhaustivo de las enfermedades infecciosas causantes de las plagas; el mundo rural de Castilla experimenta una tendencia al alza, que también se aprecia en otros puntos de la península; las zonas costeras de la periferia oriental, verifican un incremento de población que contrastaba con los bajos índices de los territorios del interior, con ello los centros neurálgicos de dinamismo y desarrollo comenzaran expandirse por otras áreas. En el exterior, en cambio, la situación seguía siendo inestable y cualquier conflicto bélico –en su mayoría promovidos por la Francia de Luis XIV- suponía un nuevo descalabro y pérdidas de soberanía territorial. En efecto, contiendas como la Guerra de Devolución, resuelta finalmente con la firma de la Paz de Aquisgrán, que obligaba a los Austrias a ceder a Francia algunas plazas en Flandes. No pasaron muchos años sin que se reanudasen las hostilidades; esta vez el soberano galo lanza sus ataques contra los Países Bajos y Catalunya, además interviene a favor de las sublevaciones de Sicilia contra su virrey. En este nuevo conflicto la perdida más significativa, para Carlos II, será el Franco Condado tras la firma, en 1679, de la Paz de Nimega, El último enfrentamiento entre los Austrias hispánicos y los Borbones se produce en la Guerra de la Liga de Augsburgo o de los Nueve Años; Castilla acumulara nuevas derrotas ante el potencial exhibido por Francia, pero la musculatura de ésta sería insuficiente para enfrentarse a una nueva coalición formada por Inglaterra, Provincias Unidas, El Sacro Imperio y Carlos II; la Paz de Ryswick, en 1697, impone el fin de las hostilidades y, en esta ocasión, obliga a que Francia devuelva a Castilla los territorios ocupados desde el Tratado de Nimega. Sin embargo, las mayores perdidas de dominios y soberanías territoriales de los Habsburgo hispánicos en Europa, no se produjeron durante el reinado de Carlos II; estas acontecieron en tiempo de sus antecesores. Este hecho, no obstante, no oculta que la hegemonía era ya sólo el recuerdo de un antaño esplendoroso.      
   
Carlos II se desposo dos veces; la primera, en 1679, con María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV; la segunda, tras  fallecer ésta en 1689, con Mariana de Neoburgo, hija del elector Felipe Guillermo, duque de Baviera-Neoburgo. Ambas trataron de atraerse el mayor número de influencias para colocar en la sucesión al trono a algún familiar próximo. La que demostró más empeño y ambición fue la segunda esposa del monarca Habsburgo, Mariana de Neoburgo; recurrió a todas las estratagemas que tuvo a su alcance para favorecer las opciones representadas por la rama familiar alemana de los Habsburgo; medró para que tras el cese, en 1691, del conde de Oropesa, no se nombrara a ningún otro valido o favorito. De este modo, introdujo a su clientela en el Consejo de Estado. Así, en la Secretaría de Estado, colocaría a Juan de Angulo, apodado el Mulo, al que después sucedería Alonso Carnero. Procuró granjearse la confianza del mayor número de nobles y grandes próximos a la corona, otorgándoles cargos y concediéndoles privilegios. Y, sin embargo, le fue imposible evitar que, Carlos, inducido por el cardenal Portocarrero, en su último testamento nombrara heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV.

La pugna de las diferentes casas reales pretendientes al trono de los Habsburgo hispánicos se intensifico desde el momento que, definitivamente, se confirmó que Carlos II no podría tener descendencia directa y nunca habría una ceremonia anfidromica. Desde un principio, en los despachos reales se barajarían y dirimirían tres candidaturas: la borbónica, la representada por los Habsburgos alemanes y, la mejor posicionada, la de José Fernando de Baviera, sobrino-nieto de Carlos; pero el bávaro, convertido en una opción consensuada entre las potencias europeas, fallecía en 1699. Finalmente, los jefes de las otras casas reales aspirantes buscaron las alianzas de otras chancillerías europeas y el apoyo incondicional entre los grandes de Castilla, los altos cargos institucionales de la corona y los integrantes de la corte. A partir de ese momento, la gran potencia que había representado el modelo anfictiónico” de la Monarquía Hispánica, quedó a merced de los dictámenes e intereses representados por la poderosa Francia y la Austria del Sacro Imperio Romano, ambas disputándose el formidable legado del último de Habsburgo hispánicos. Ni siquiera Castilla, la primera de las monarquías peninsulares, tenía potestad para decidir sobre su futuro y entronizar al nuevo monarca. Seria el curso de los acontecimientos internacionales las que resolverían la cuestión sucesoria. Para ello sólo hace falta repasar los juegos políticos, negociaciones y formalización de acuerdos entre Luis XIX, Guillermo III de Inglaterra, el emperador Leopoldo I, Holanda… Luego, tratados como el de la Haya (1698) y Londres (1699) lo corroboran. La mayoría de estos reyes y estados se habían arrogado el derecho a decidir el destino de los reinos y territorios soberanos de Carlos II, indignándose si el Habsburgo tomaba alguna disposición sobre sus dominios. Pero, de todos modos, la sucesión se decidiría a través de las armas; había demasiadas cuestiones en juego (hegemonía política, soberanía territorial, mercados y comercio de ultramar, fortalecimiento de las capacidades geopolíticas y estratégicas, etc.)

A partir de 1700 se iniciaría un nuevo ciclo para Europa de novedosas sinergias dinamizadoras que contribuirían a un nuevo salto evolutivo tan impactante, como que ha significado los inicios de los valores e inconvenientes que hoy reconocemos en nuestra sociedad actual, el principio de una forma de pensamiento más próximo a conductas racionalistas y reflexivas, y de otros muchos factores que son definitivamente identificativos y representativos de nuestro tiempo. Pero en aquel momento, la que pretende ser un sólo reino a partir de Castilla (España), había cerrado su época de autentico esplendor y pujante supremacía; ya no decidía por los demás sino, al contrario, eran otros reinos quienes le imponían una conducta concreta.       

Doy por finalizada mi exposición sobre ese periodo de la Historia Hispánica, que tiene su origen en las opiniones que expresamos e intercambiamos en una clase anterior a las navidades pasadas, y en la cual era imposible argumentar el motivo de mis razonamientos.

Permíteme, únicamente, incluir seguidamente algunos párrafos que he extraído de diferentes libros especializados, los cuales considero que refuerzan mis impresiones y argumentos respecto a la decadencia hispana como primera potencia del continente Europeo, lo cual equivalía a regir los destinos de más medio mundo.          

Por ejemplo, en el volumen de Historia Universal Ilustrada en uno de los capítulos ampliados por el Prof. Jesús García Tolsá, se argumenta:

«La Gran Monarquía Hispánica, formada en la época de los Reyes Católicos y de Carlos I, y completada con Portugal por el prudente Felipe II, no pudo sostenerse mucho tiempo después de su súbito advenimiento. No contaba, en efecto, con el potencial biológico y la base económica necesarios. El excesivamente exagerado “oro de las Indias” no podía compensar la carencia de industria y la mezquindad de una agricultura que la expulsión de los moriscos no hizo más que agravar. El desequilibrio entre el esfuerzo exigido y los medios para llevarlo a cabo se hizo patente de un modo dramático en el reinado de Felipe IV, cuando el impulsivo Conde-duque de Olivares quiso realizar una inoportuna política de unificación centralizada y cuando los enemigos de los Habsburgo –Francia, Inglaterra, Holanda, Suecia, los príncipes protestantes de Alemania- vieron llegado el momento de humillar a las dos ramas de la familia que había dominado Europa durante un siglo…»

También en el libro titulado Historia Moderna Universal, el capitulo 16, 1., que se inicia con el encabezamiento La Pax Hispánica, 1598-1618, se afirma:

«Las guerras liberadas durante los últimos veinte años del reinado de Felipe II habían generado un importante desgaste material, humano y financiero. Sus consecuencias no sólo afectaban a la Monarquía Hispánica, sino también a las demás potencias beligerantes (…) Estas guerras septentrionales simultáneas con Francia, Inglaterra y las Provincias Rebeldes de los Países Bajos propiciaron una corriente de opinión contraria cada vez más influyente en España a raíz de la crisis de subsistencia y epidemias que afectó a la península Ibérica a fines del siglo XVI, pues parecían conflictos alejados de sus prioridades defensivas que eran costeados, en gran parte, con los recursos fiscales castellanos. El propósito fundamental que debía guiar la política exterior del joven Felipe III era la conservación y defensa de la Monarquía procurando retrasar con una activa política de pacificación y quietud el vertiginoso envejecimiento (entiéndase decadencia) al que ésta se hallaba abocada. » 

Otro ejemplo sobre el declive progresivo e imparable de la Monarquía Hispánica como primera potencia hegemónica, lo establece el singular análisis efectuado por el Dr. Henry Kamen sobre la decadencia castellana y, por ende, de los Reinos Hispánicos, en su obra Del Imperio a la decadencia. En la página 270 de este libro expone:

«Para aquellas personas que están acostumbradas a oír elogios sobre el siglo XVI en cuanto época exitosa y magnífica de poderío y cultura, en comparación con el siglo XVII, que fue visto como una época de problemas, resulta una conmoción enfrentarse a la opinión de que el siglo XVI también fue una época de desastre. Los sentimientos expresados por sus contemporáneos fueron claros y firmes. Tal vez los escritores no hayan utilizado la palabra decadencia con mucha frecuencia, pero no tenían duda alguna de los fracasos continuos y de las oportunidades perdidas. A menudo, muchos historiadores se han ensañado con el siglo XVII como apogeo de la decadencia, aunque han omitido mencionar que el siglo anterior también formaba parte del mismo panorama. (…) El mito de la “nación”, por ejemplo, convenció a los castellanos de que su país habría sido majestuoso, pero que ahora estaba siendo arruinado por los extranjeros…»

La particularidad de este texto, requeriría un mayor profundización de las causas y motivos de la decadencia hegemónica y preponderante de la Monarquía Hispánica, pero la limitación argumentaría del análisis lo impide.  

Alberto Corral López


          18 de enero de 2011